Desde el 23 de abril de 2025, los gremios docentes de Panamá se encuentran en huelga como medida de protesta frente a la reforma a la Ley 51 de la Caja de Seguro Social (CSS). Es una situación compleja, sin duda. Pero mientras los adultos discuten sobre pensiones y sostenibilidad financiera, hay una población silenciosa pagando un precio demasiado alto: los estudiantes del sistema público.
Las escuelas están cerradas. Las aulas, vacías. Y más de 800 mil niños y adolescentes panameños, especialmente los de sectores más vulnerables, han quedado a la deriva. Porque, aunque este tema no ocupe los primeros titulares, la escuela no es solo un lugar para aprender a leer y escribir. Para muchos estudiantes, representa el único sitio donde pueden acceder a una comida caliente al día, tener un espacio seguro, e incluso contar con apoyo psicológico, vacunas y atención médica básica.
No se trata solo de la pérdida de contenidos académicos. Estudios internacionales, incluyendo los del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), han demostrado que las interrupciones prolongadas en la educación afectan la salud física y emocional de los niños, aumentan el riesgo de deserción escolar y reducen las posibilidades de obtener ingresos dignos en la adultez.
Lo que está en juego no es únicamente un calendario escolar, sino el futuro de toda una generación. Más aún cuando, tras los duros efectos que tuvo la pandemia en la educación, estamos ahora prolongando —por decisión propia— un nuevo cierre de escuelas.
En las últimas semanas se ha insistido mucho en la necesidad de diálogo. Y está bien, hablar es importante. Pero mientras los actores involucrados siguen conversando, planificando encuentros y publicando comunicados, la realidad es que los niños siguen esperando. Y el impacto, ese que no se ve en las pancartas ni en las ruedas de prensa, va dejando una huella silenciosa pero profunda.
Sería injusto señalar a los docentes como los únicos responsables. Esta crisis es consecuencia de años de falta de visión, de decisiones postergadas y de promesas incumplidas por parte del Estado. Pero también es necesario recordar que ningún derecho puede ejercerse pisoteando el de otros, y que el derecho a la educación no es negociable. Una protesta legítima pierde fuerza moral cuando compromete el bienestar de quienes menos pueden defenderse.
Ya es momento de actuar. De poner sobre la mesa soluciones reales, no solo promesas o llamados al entendimiento. Porque cada día sin clases es una oportunidad menos para un niño de aprender, crecer y soñar con un futuro mejor.
Panamá no puede permitirse seguir jugando con la educación. El daño será mayor mientras más se prolongue esta situación. No se trata de elegir entre defender derechos laborales o garantizar la educación; se trata de encontrar el equilibrio justo. Y, sobre todo, de no olvidarnos de quiénes deberían ser siempre nuestra prioridad: los niños y adolescentes que son el futuro de nuestro país.
La autora es pediatria.

