En Panamá, la discusión sobre el aumento del salario mínimo es recurrente cada dos años y resulta superficial. Los empresarios alegan incapacidad de pagar más, los trabajadores reclaman justicia y el Gobierno arbitra sin convicción técnica.
Una enorme parte del problema radica en los altos costos que los hogares enfrentan para suplir fallas básicas del Estado en servicios de salud, movilidad, agua, educación y seguridad. Estos gastos obligatorios consumen entre un 25% y un 40% del ingreso familiar, siendo la salud el rubro más crítico. Se trata de un gasto silencioso, constante y regresivo que actúa como un segundo impuesto no legislado, sin transparencia ni debate público.
En esta situación, el salario mínimo es un paliativo para subsanar otras fallas estructurales.
Este fenómeno no es nuevo. Desde los años noventa, el país ha sostenido un crecimiento que nunca se convirtió en bienestar real. La economía se expandió, pero la distribución de las oportunidades quedó atrapada en un Estado que no modernizó sus servicios, no fortaleció su institucionalidad y no se adaptó a la transformación social y urbana del país. Hoy esa ineficiencia crónica se manifiesta como un drenaje permanente sobre el salario del panameño, que asume de su bolsillo el costo de un Estado que promete mucho, pero entrega poco.
La factura privada del Estado ausente
Cuando el agua no llega, las familias compran botellas y garrafones.
Cuando la escuela pública no forma bien, se pagan escuelas privadas o tutorías.
Cuando el transporte no funciona, se recurre a la plataforma o al taxi, se consume gasolina extra o se utiliza transporte escolar privado.
Cuando la energía falla, se invierte en plantas eléctricas.
Cuando la seguridad pública se debilita, se instalan cámaras, verjas, alarmas y urbanizaciones cerradas.
Cuando la salud pública no responde, se recurre a seguros privados, hospitales, laboratorios y consultas privadas.
Todas estas decisiones individuales —obligadas, no voluntarias— componen un gasto de bolsillo (out of pocket, OOP) que surge de la ineficiencia institucional.
Los cinco grandes OOP que golpean al panameño
Salud: el OOP que llega primero y golpea más fuerte. Panamá ya destina cerca del 20–25% del gasto total en salud directamente del bolsillo del ciudadano, una cifra que roza los umbrales de riesgo catastrófico definidos por la OMS.
Movilidad: un país que mueve mercancías rápido, pero a sus trabajadores lento, caro y con agotamiento. Para ser justos, Panamá no ha estado completamente inmóvil. La ampliación de la carretera Panamericana, los corredores urbanos, las expansiones viales en provincias clave, la modernización parcial del Metro Bus y, sobre todo, la construcción y ampliación del Metro representan inversiones importantes.
Pero todas estas obras llegaron tarde y sin una verdadera programación nacional de desarrollo y mantenimiento. No existe continuidad institucional, ni planificación urbana, ni un sistema de mantenimiento preventivo serio. Por eso los corredores colapsan, las ampliaciones quedan pequeñas, el Metro experimenta saturación, el transporte colectivo sigue rezagado y las carreteras secundarias se deterioran sin solución sostenida.
Agua: un bien abundante manejado con incompetencia. Miles de familias gastan entre 10 y 50 dólares al mes en agua embotellada. En zonas vulnerables, los costos aumentan con bombas, tanques y sistemas improvisados. No falla la naturaleza; falla el Estado.
Educación: tutorías, transporte privado y recursos que la escuela no garantiza. La educación pública, con estructuras deficientes, ausencia de mantenimiento y programas no actualizados —y que debería ser el gran igualador social— termina siendo un multiplicador de desigualdad. Las familias pagan tutorías, transporte escolar privado y dispositivos porque la escuela no garantiza lo básico.
Seguridad: el Estado detrás de las rejas. Panamá es uno de los países con mayor proporción de seguridad privada por habitante. Las urbanizaciones nacen cerradas por miedo, no por diseño. Cuando el ciudadano paga por sentirse seguro, el Estado ha renunciado a su función esencial.
El costo acumulado: un impuesto injusto, regresivo e invisible
Sumando estos rubros, el panameño promedio destina entre 25% y 40% de sus ingresos a compensar la ineficiencia estatal. Este es un índice empobrecedor.
Es decir: pagamos impuestos formales y pagamos nuevamente de nuestros bolsillos para cubrir los servicios que esos impuestos deberían garantizar.
Un problema estructural de vieja data, pero una crisis actual
Durante más de treinta años, los gobiernos democráticos han evitado enfrentar la reforma estructural del Estado. Hoy la deuda institucional llega a un punto crítico, donde se consumen recursos en corrupción, clientelismo, amiguismos y asuntos no prioritarios, sin resolver nada.
El salario mínimo en un país con servicios mínimos
La discusión del salario mínimo es artificial cuando el Estado multiplica los costos de la vida. Un país funcional reduce el gasto de bolsillo. Un país fallido lo incrementa. No se puede hablar de salarios sin hablar del costo oculto que destruye el poder adquisitivo.
Conclusión: un país donde la desigualdad también se paga
En Panamá, la desigualdad no solo se mide en ingresos: también se paga. La clase media y los hogares humildes sostienen un gasto que no les corresponde, un costo invisible que el Estado debió asumir y nunca asumió.
El país funciona como si existiera un segundo impuesto: ese “otro impuesto” que obliga a la familia panameña a pagar lo que el Estado no hace y que erosiona, día tras día, el valor real del salario.
Y por eso, cuando el salario no alcanza, no es por falta de esfuerzo del trabajador: es por culpa de un Estado que multiplica los costos de la vida y hace más difícil el bienestar de quienes ya están haciendo todo lo posible para salir adelante.
Panamá no necesita más parches. Necesita un Estado que deje de ser un costo y se convierta, por fin, en un valor.
El autor es neurocirujano y expresidente del PRD.


