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El cuenco civilizatorio. Y nos atraviesa a todos

No es una crisis, es un cuenco vaciado. No se rompió de golpe, fue vaciado lentamente: de sentido, de cuidado, de verdad. Y no se llena con decretos ni reformas. Se llena —si se llena— desde el alma misma de quienes hemos olvidado para qué existía.

Cuando el cuenco pierde su contenido, no solo perdemos lo visible. Perdemos también lo invisible: la capacidad ética y espiritual de reconocernos mutuamente como seres dignos. Su vaciamiento es el agotamiento de nuestra compasión colectiva, la erosión del espíritu comunitario. Con esa pérdida desaparecen la solidaridad, la empatía y el respeto profundo por la dignidad ajena. Sin esa trama espiritual y ética, nos volvemos sociedades huérfanas de alma, incapaces de reconocernos en la mirada del otro, incapaces de sanar juntas, incapaces de sentir el dolor colectivo como propio. Ejemplo brutal: en América Latina, el 43 % de los hogares vive en pobreza, y cada 24 horas desaparecen 15 niños.

No es un desborde de malos gobiernos ni una ley mal redactada. Es mucho más profundo, más inquietante, silencioso y visible. Vivimos en un cuenco que perdió su propósito, su horizonte y su compasión. No se arregla con cambios superficiales. Se arregla desde el alma misma de quienes lo habitamos, lo sostenemos y lo normalizamos. Porque no se trata solo de ellos. Se trata de nosotros.

Los gobernantes no son “marcianos”. No caen del cielo ni surgen por generación espontánea. Son espejo de lo que somos como sociedad. Reflejan, en sus excesos, nuestra tolerancia; en sus mentiras, nuestras renuncias; en sus abusos, nuestras complicidades silenciosas. Ellos encarnan lo que hemos permitido, justificado, votado.

Ese recipiente vital vacío está en todas partes. En lo político, sí. Pero también en lo humano, lo ético, lo educativo, lo espiritual. En lo cotidiano lo vemos en el cinismo normalizado, en la indiferencia ante la violencia, en una educación reducida al rendimiento. Lo vemos en instituciones vacías, que median entre imagen y cálculo más que entre justicia y verdad; en las cifras de niños desaparecidos, mujeres violadas, jóvenes descartados como “ni-ni”, en los ríos contaminados, en tierras vendidas en foros internacionales donde nadie responde.

La corrupción ya no escandaliza: es parte del protocolo. En congresos y ministerios hay representantes implicados en redes criminales que siguen mandando con nuestra mirada resignada o cómplice. Porque no es solo la élite, somos todos. Este cuenco vaciado no es provocación política: es el derrame sistémico del mundo contemporáneo. Es la matriz común que atraviesa todas las clases sociales, niveles educativos y generaciones. Es la falta de horizonte compartido, la pérdida de legitimidad, la ausencia brutal del sentido común que debería alertarnos: esto no es normal.

Pero ya no nos alerta. El cuenco resquebrajado se volvió paisaje cotidiano. Se volvió rutina, parte del mobiliario de nuestras conversaciones. Por eso no reaccionamos.

Hemos confundido democracia con rutina electoral, justicia con trámite, verdad con percepción, amor con consumo, educar con competir, gobernar con enriquecerse. En ese vacío semántico, vaciamos nuestras instituciones, relaciones y palabras.

Sin embargo, no todo está perdido.Todavía hay vida dentro del cuenco. Hay movimientos silenciosos: mujeres que crían, curan y siembran; comunidades que protegen la tierra; jóvenes que rechazan discursos heredados; pueblos que resisten; poetas que nombran lo innombrable con belleza y conciencia. Gestos pequeños que guardan semillas del futuro.

El cambio puede comenzar por una elección consciente, siempre que votemos desde la conciencia, no desde el miedo ni desde la conveniencia personal. Siempre que elijamos representantes que encarnen una manera distinta de estar en el mundo. Siempre que no deleguemos toda responsabilidad al Estado, sino que asumamos nuestra parte.

Porque la reconstrucción no vendrá solo de arriba. Debe surgir desde abajo, desde lo mínimo y cotidiano. Desde cómo nos tratamos, educamos, consumimos, habitamos. Desde una soberanía interior y colectiva que nos permita decir con firmeza: esto no está bien y no me quedaré callada.

El verdadero cambio no empieza con decretos. Comienza cuando dejamos de justificar lo injustificable, cuando nos atrevemos a desobedecer el guion de la resignación. Cuando recuperamos la legitimidad moral que no se compra ni se impone, sino que se vive. Frente al vaciamiento externo, la única resistencia firme nace de cultivar una soberanía interior.Esa soberanía es una fortaleza silenciosa, una dignidad íntima que no depende de decretos, instituciones ni líderes. Es la decisión consciente de no permitir que el cinismo o la resignación vacíen nuestro cuenco interior.Soberanía interior es sostener la coherencia entre pensamiento, palabra y acción, aun cuando todo alrededor invite a la indiferencia. Es recuperar nuestra voz desde la claridad y la autenticidad de quien sabe quién es y qué merece como ser humano.

Lo que está en juego no es solo la democracia, sino el alma de la civilización.

Por eso, la hora no es de espera, sino de elección consciente en cada gesto, palabra y acto cotidiano. El futuro está huérfano de madre si no lo parimos con conciencia. El cuenco del viejo orden terminará por romperse. Pero la cuestión esencial es otra: si habremos moldeado, para ese momento, otro cuenco —más humano, más solidario, más consciente— para contenernos como civilización renovada.

La autora es psicóloga y educadora.


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