En Panamá, cada cinco años asistimos a una contienda electoral que, en teoría, debería renovar las esperanzas del país. Elegimos un nuevo presidente, depositando en su figura todas nuestras aspiraciones, frustraciones y sueños de cambio. Sin embargo, la realidad es menos idealista: el sistema político panameño se ha vuelto rehén del personalismo, del culto al individuo, y eso está debilitando los pilares de nuestra democracia.
La política personalista, esa que gira en torno a nombres propios en lugar de ideas estructuradas, es peligrosa porque impide construir un proyecto de país con visión a largo plazo. Cada administración, en vez de ser un componente de un proceso continuo de desarrollo coherente, actúa como si el país comenzara y terminara con su mandato. Así, las promesas de campaña se transforman en soluciones temporales, y la planificación estatal se convierte en improvisación.
Esto explica por qué Panamá continúa arrastrando problemas estructurales sin resolver: una Caja del Seguro Social en crisis, carreteras inconclusas, hospitales fantasmas y una economía sostenida artificialmente a fuerza de deuda pública. Los presidentes, al no responder a una plataforma ideológica clara y respaldada por un partido fuerte y coherente, toman decisiones orientadas a maximizar su capital político inmediato, sin considerar las consecuencias a mediano o largo plazo.
La culpa no recae únicamente en los líderes, sino también en un sistema electoral y multipartidario que fragmenta el voto y dificulta construir consensos estables. Un candidato puede ganar la presidencia con apenas un tercio del voto popular, lo cual socava su legitimidad desde el primer día. Pero lo más preocupante es que el debate político rara vez se centra en modelos de desarrollo, principios económicos o agendas sociales consistentes. Se trata, más bien, de quién “conecta” mejor, quién “habla bonito”, quién promete más rápido.
Esta lógica de ídolos y promesas desgasta la institucionalidad. La falta de continuidad en las políticas públicas y la improvisación constante nos condenan a empezar de cero cada quinquenio. En lugar de una república sólida, parecemos una empresa sin plan estratégico, dirigida por un gerente distinto cada vez, cada uno con su propio manual de ocurrencias.
Si queremos un Panamá más justo, competitivo y preparado para el futuro, debemos superar esta etapa de personalismos y construir una cultura política basada en propuestas ideológicas claras, partidos responsables y ciudadanía crítica. No se trata de votar por quien prometa más, sino por quien represente un proyecto colectivo coherente, medible y sostenible.
Porque un país no se levanta sobre la figura de un solo hombre, sino sobre la fuerza de sus instituciones y la madurez de su gente.
El autor es licenciado en Asuntos Públicos e Internacionales, especializado en Historia de la Diplomacia y Estudios Latinoamericanos.
