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El derecho a la educación

El derecho a la educación
Un grupo de docentes que está en huelga, y que fueron notificados de un proceso legal por parte del Meduca, protestaron este lunes en los predios del Instituto América. LP Alexander Arosemena

La Constitución Política, en su artículo 91, dice claramente que todos los ciudadanos “tienen el derecho a la educación y la responsabilidad de educarse”. Y al final agrega que “la educación es democrática y fundada en principios de solidaridad humana y justicia social”.

Muy cierto que el artículo 93 establece que su finalidad es “fomentar en el estudiante una conciencia nacional”. Pero esa conciencia nacional no se fundamenta en la ausencia del maestro en el aula de clase, sino -como adiciona ese mismo artículo- “en el conocimiento de la historia y los problemas de la patria”.

Es decir, la educación es presencial entre docente y alumno. Porque, además, esa es la cúspide de la relación humana: sentir y vivir el gesto, la frase, la oración... en fin, todo lo que se conjuga en la palabra del sabio, porque el ejemplo arrastra. Pero la dirigencia magisterial en el ámbito oficial actúa a conveniencia. Introduce en la ecuación el elemento “huelga”, como un derecho incluido en la Constitución. Es cierto que la huelga está reconocida en el artículo 69. Pero este concepto no significa simplemente dejar de trabajar por cualquier razón. La huelga es un principio universal en el derecho de trabajo, pero relacionada íntimamente con reclamos o quejas dentro de una relación laboral. Tan sencillo como eso.

El paro decretado por la dirigencia sindical docente no tiene absolutamente nada que ver con una aspiración relacionada con la reivindicación de sus derechos laborales. Tiene que ver con un tema, que, aunque no menos importante, es accesorio y ajeno a la necesidad de los niños y jóvenes al derecho a su educación, derecho que está siendo perjudicado por la dirigencia magisterial. Y si bien es cierto que según el artículo 92 de la Constitución, “la educación debe atender el desarrollo armónico e integral del educando dentro de la convivencia social, en los aspectos físico, intelectual, moral, estético y cívico”, dicho artículo agrega sabiamente que esto se logra a través de la capacitación del estudiante para el trabajo útil en interés propio y en beneficio colectivo.

Es decir, la enseñanza presencial y tangible es imprescindible en el desarrollo del educando, y se pretende reemplazarla por la ausencia absoluta —e insólita— del aula de clases.

Además, si bien los derechos propios terminan donde comienzan los derechos de los demás, en este caso ni siquiera se está ejerciendo un verdadero derecho a huelga, ya que esta no cumple con los elementos que la definen conceptualmente a nivel universal.

Se trata de un paro indolente, manejado según el criterio individual de algunos, sin importarles en absoluto el derecho de niños y jóvenes a recibir educación. Y tal como señala el artículo 91 de la Constitución, “la educación se basa en la ciencia, utiliza sus métodos, fomenta su crecimiento y difusión y aplica sus resultados para asegurar el desarrollo de la persona humana y de la familia”. Nada de esto se logra dejando de dar clases.

Además, la dirigencia magisterial pretende erigirse sobre una actuación que implica gozar de fueros y privilegios, porque además tienen la osadía de exigir salarios por tiempo no trabajado. Peor cuando ese salario es pagado con los impuestos de todos los panameños. Y esos fueros y privilegios se establecen cuando son prácticamente la única profesión que hoy pretende cobrar por no trabajar y a raíz de una huelga, que es ilegal y que viola los derechos humanos de niños y adolescentes.

Solo imaginemos qué pasaría si todos los panameños decidimos, igual que los maestros y docentes del sector público, dejar de trabajar hasta que la Ley 462 sea derogada. Sencillamente se acabó el país. Pero entonces la dirigencia magisterial, y los cada vez menos docentes y maestros que la siguen, pretenden convertirse en los adalides de una causa perdida, porque están violando la Constitución, están violando derechos humanos de niños y jóvenes, y lo más triste, se sienten empoderados moralmente para cobrar sin trabajar. ¡Qué vergüenza!

Para terminar, no voy a caer en la trampa de entrar a dilucidar en este artículo la falta de gobernabilidad, de representatividad, la corrupción, la impunidad, la incapacidad, el clientelismo y el despilfarro de fondos públicos que ha caracterizado a los últimos gobiernos, incluyendo el actual. Al punto que considero indispensable reemplazar a la actual ministra de Educación, aunque coincido con ella en no firmar ningún finiquito con los docentes que pretenda resarcirles el tiempo no laborado.

Pero estos temas no pueden mezclarse con la responsabilidad de ejercer la labor educativa en el sector público, así como el resto de los panameños no hemos dejado de cumplir con nuestras profesiones y oficios, tanto en el ámbito público como en el privado, pese a no estar de acuerdo con muchas de las decisiones que se toman desde el gobierno. Para ello existen el derecho a la libertad de expresión, de opinión y de crítica responsable, siempre que no se vulneren los derechos de terceros.

En conclusión, el educador que no da clases no cobra (tal como lo estableció la sentencia de la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia del 23 de agosto de 1994, bajo la ponencia del entonces magistrado Edgardo Molino Mola), y a quien no cobra porque no trabaja se le debe desvincular —mediante el debido proceso— por abandono del cargo.

El autor es abogado.


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