El título parece un contrasentido, pero hay que empezar por ahí: el derecho no le pertenece a los abogados. Nosotros somos una herramienta —valiosa y hasta imprescindible—, pero una herramienta al fin.
El derecho cumple una función social: materializar ideales como la justicia, la libertad y la prosperidad para que sea posible la vida en sociedad.
Por eso, cada decisión que busque modificar el ejercicio de la abogacía —incluyendo los requisitos para obtener la idoneidad profesional— no puede girar únicamente en torno a la conveniencia del gremio. Debe enfocarse en el bienestar colectivo. Es decir, en los usuarios de la justicia. En quienes confían a diario sus bienes, su futuro e incluso su libertad a la buena fe de un abogado. Porque es a ellos —a la sociedad— a quienes les pertenece el derecho.
Con la reciente aprobación en tercer debate del proyecto de ley que modifica los criterios para obtener la idoneidad para ejercer la abogacía, corresponde preguntarse: ¿qué motivó la reforma? ¿Facilitarles la vía a los licenciados en Derecho? ¿O elevar la calidad de quienes ejercen esta carrera? Si la motivación fue la primera, vamos mal. Si fue la segunda, que se demuestre con hechos, datos y estadísticas. No con retórica.
Y es que los requisitos para obtener la idoneidad profesional no son una novedad ni son exclusivos de nuestro país. Para ilustrar: en Japón, incluso tras aprobar el examen nacional, hay que completar un año entero de entrenamiento judicial. En Alemania, se requieren dos exámenes de Estado y dos años de práctica obligatoria. En Estados Unidos, el aspirante debe pasar días de evaluación intensiva y superar un filtro ético. En Canadá, además de los exámenes provinciales, es obligatorio un año de pasantía supervisada. En esos países, la idoneidad no se concede: se prueba.
Y aquí llegamos al verdadero problema: el examen, por sí solo, no arregla nada. Pero diluirlo bajo el pretexto de “democratizar el acceso” es como permitir que un médico ejerza sin internado porque “todos tienen derecho”.
Ahora bien, el problema real radica en universidades que certifican sin enseñar, motivadas más por indicadores económicos que por transmitir conocimiento. Profesores desmotivados, anclados a métodos de enseñanza del siglo XIX. Facultades con tableros inteligentes, pero sin programas reales de formación docente. Licenciados que no saben qué es un distrito judicial ni la diferencia entre jurisdicción y competencia. Y, mientras tanto, personas que pierden su patrimonio y hasta su libertad por confiar en alguien con la idoneidad, pero sin los conocimientos necesarios para ser abogado.
Y no se trata de generalizar. La mayoría de los abogados y docentes son personas honestas, competentes y comprometidas. Pero hacen menos ruido. Los que se escuchan son los que enseñan las “mañas y trucos judiciales” como si fueran cátedra; los que ofrecen servicios exprés en redes sociales; los que litigan sin conocer la ley ni, mucho menos, la ética profesional.
En un punto directamente relacionado, resulta inadmisible que existan personas ejerciendo como abogados pese a haber sido condenadas —con sentencia firme— por delitos como homicidio, estafa o corrupción. No estamos hablando de faltas administrativas ni de errores, sino de conductas que afectan directamente la confianza, la ética y la integridad que exige esta profesión. No se trata de discriminación: se trata de proteger a la ciudadanía de quienes han demostrado que no son dignos de esa responsabilidad.
El examen de barra no lo resuelve todo, pero es parte del tratamiento. No castiga al aspirante: protege al ciudadano. Porque el derecho no es un privilegio; es una responsabilidad pública. Y la sociedad merece abogados preparados, no solo titulados.
El autor es miembro de la Fundación Libertad.

