Debo confesar que tuve mis dudas sobre en qué tiempo verbal debía escribir el verbo ganar para intitular este artículo de opinión. Sé que a muchos que, como yo, hemos venido luchando contra este flagelo, podría molestarles el que seleccioné. Pero, al final, la intención es que lo leamos y reflexionemos sobre hacia dónde vamos y qué vamos a hacer al respecto.
Le pregunté a la inteligencia artificial qué era la corrupción, y me arrojó una definición que me pareció muy acertada: la corrupción es el abuso del poder confiado para obtener beneficios privados. Es un fenómeno social, político y económico que implica el uso indebido de posiciones de poder o confianza para beneficio particular, en detrimento del interés colectivo. Puede manifestarse de diversas formas, como el soborno, la malversación de fondos públicos, la injerencia en el sistema de justicia y el ocultamiento de beneficios financieros.
Los que participan de este “negocito”, al leerlo y tratar de justificar lo que hacen, podrían acudir a la ya popular descalificación de decir: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y así se convencerían de que, como nadie es totalmente puro, entonces imperan leyes no promulgadas como: “Mientras no me cojan, es legal”, y la otra, más popular todavía: “Si todos lo hacen, ¿por qué no lo puedo hacer yo?”.
Mientras tanto, la gran mayoría de quienes viven en el país sigue sufriendo por no tener agua o por tener que recibirla en camiones cisterna, que otrora también eran un buen negocito (no puedo afirmar que lo siga siendo). Varios de los gobiernos que se han sucedido en los últimos años han prometido, en campaña y desde el “púlpito presidencial”, cuantas cosas los votantes quieren oír.
Estos mismos votantes depositan su confianza en algunos “beneficiados” que, en vez de hacer el trabajo para el cual fueron electos, se dedican a enriquecerse ellos, sus familias y su círculo más cercano, por no ponerle número alguno. Así hemos visto calles y avenidas que terminan costando tres y cuatro veces lo que deberían. Otras que son asfaltadas, les quitan el recién colocado asfalto y lo vuelven a colocar varias veces, tal y como hacía el dictador Somoza en la Nicaragua de antaño, con los bloques de las calles.
O como hacen otros dictadores vecinos, donde sus familiares se ganan la mayoría de las licitaciones públicas, en las que participan dos o tres compañías de los mismos dueños, y en las cuales siempre ganan los mismos. En Panamá hemos visto construcciones tan vitales como escuelas y hospitales que permanecen abandonadas hasta un lustro, sin que les pongan un bloque, “porque como las inició el gobierno anterior, entonces no las terminemos para no darles el crédito”.
Como no me gusta solo criticar, sino aportar posibles soluciones, retorno a mi eterno “cantar de los cantares”, que reza así: mientras no invirtamos en educación, no solucionaremos los problemas más críticos de nuestros países. Y cuando me refiero a educación, no me estoy refiriendo solo a cuánto es la raíz cuadrada de 725 (no busquen la calculadora, no es necesario), ni a repetir como papagayo quién descubrió Panamá (y no, no fue Cristóbal Colón).
Aparte de los conocimientos básicos de historia, geografía, matemáticas y literatura, debemos enseñarles a nuestros niños y jóvenes —así como a los adultos que van a la universidad— a pensar y a razonar. No solo a memorizar poemas, fórmulas y nombres, sino a cómo iniciar un negocio, finanzas del hogar y de posibles empresas, cultura general (léase teatro, libros, música, cine, etc.), valores cívicos y lecciones de gobierno para así escoger a los mejores gobernantes para el país.
Solo así tendremos la oportunidad de competir con otros países y no solo beneficiarnos de una posición geográfica con la que el Todopoderoso nos privilegió.
Y ahora les pregunto: ¿Nos habrá llegado el día en que la corrupción nos haya ganado, o estamos dispuestos a seguir luchando por un mejor país?
El autor es dirigente cívico y analista político.

