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El doom loop fiscal

El dinero gubernamental moderno se conoce como dinero fiat, término derivado del latín fiat, que significa “hágase” o “que así sea”. Este concepto alude al decreto de una autoridad y no implica respaldo alguno en oro. El dinero fiat es, por tanto, un medio de intercambio aceptado por mandato legal de un Estado.

En las últimas décadas, el crédito se ha convertido en una herramienta de los gobiernos para estimular el crecimiento económico, aumentar los ingresos y elevar el valor de los activos. Los administradores de turno, ávidos de poder político, inyectan liquidez mediante la impresión de dinero o recurriendo al endeudamiento cuando carecen de banco central propio. Pero ha llegado el momento en que las naciones deben pagar por los castillos financieros construidos sobre cimientos de promesas imposibles de cumplir.

En Panamá, la deuda externa alimentó una burbuja financiera e inmobiliaria que estalló con la pandemia de covid-19. Los acreedores del país, a través de consultoras de gestión, han impuesto una austeridad disfrazada de “baja ejecución de proyectos”. Paradójicamente, las mismas entidades que promovieron el endeudamiento con dinero prestado son ahora las encargadas de “rescatar” el colapso macroeconómico de la nación.

¿Qué ocurre en el primer mundo? Los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) reportan déficits fiscales promedio del 4.6% del producto interno bruto (PIB), muy por encima de los niveles previos a la pandemia. Al mismo tiempo, los pagos de intereses alcanzan el 3.3% del PIB, casi lo que la OTAN planea destinar al gasto en defensa hacia 2035. La receta económica es amarga para quienes han hecho del evadir impuestos una costumbre: consolidación fiscal.

La receta política, por su parte, es igualmente peligrosa: aplicar austeridad es abrirle la puerta a los extremos populistas. Así se configura el llamado doom loop déficit-populista: un círculo vicioso en el que el déficit alimenta el populismo y este, a su vez, bloquea las medidas necesarias para sanear las cuentas públicas.

La historia ofrece lecciones amargas. Tras la quiebra de Lehman Brothers y la crisis financiera mundial de 2008, varios gobiernos europeos postergaron los ajustes y se endeudaron aún más. Hoy el escenario es distinto: los bancos centrales ya no imprimen liquidez sin límites, sino que endurecen la política monetaria. El resultado son bonos más caros, ciudadanos más impacientes y ministros atrapados entre la presión de sus amigotes tenedores de bonos y el temor al ascenso de regímenes populistas.

El Banco de Inglaterra ha reducido de manera agresiva sus tenencias de bonos, desprendiéndose de alrededor de $100,000 millones anuales. Esto obliga al Estado a competir en el mercado para colocar otros $300,000 millones en bonos cada año, en un entorno donde los inversionistas muestran creciente cautela. La consecuencia inmediata es el aumento de los rendimientos exigidos por los compradores de deuda pública, como evidencia el caso de Francia, cuyo bono a 10 años rinde actualmente 3.5%, muy por encima del nivel inferior al 1% registrado hace apenas una década.

La lógica es clara: cuando los gobiernos se endeudan en exceso, los inversionistas demandan mayores tasas de interés para compensar el riesgo. En Panamá, la situación se agrava con el riesgo geopolítico de que Estados Unidos recupere el control del Canal Interoceánico, el mayor activo de la nación. No importa lo que indiquen las calificadoras de riesgo: seguiremos pagando deuda cara.

Los estudios académicos coinciden en que los recortes presupuestarios profundos suelen catalizar y diseminar el avance del populismo. En el artículo de revisión “Austeridad y populismo”, elaborado por Evelyne Hübscher (Universidad Centroeuropea de Viena) y Thomas Sattler (Universidad de Ginebra) para la Annual Review of Political Science, se demuestra que la expansión del populismo en Europa occidental ha ocurrido en oleadas coincidentes con episodios de austeridad. Estos contextos intensifican los debates sobre inmigración, servicios públicos y prestaciones sociales, especialmente cuando —como señala Stefanie Stantcheva (Harvard)— se instala una “mentalidad de suma cero”.

Esta correlación también se observa en estudios a menor escala. Simone Cremaschi y su grupo en la Universidad Bocconi analizaron las consecuencias políticas de las reformas fiscales aplicadas por las autoridades locales italianas. Encontraron que en las zonas donde se produjeron fuertes recortes a los servicios públicos, la extrema derecha ganó más votos. En el Reino Unido, un artículo de Zachary Dickson determinó que el cierre de consultorios del National Health Service se tradujo en un aumento del apoyo a partidos políticos no tradicionales.

¿Qué está catalizando el populismo en Panamá? La decepción ciudadana hacia los diputados independientes que, en vez de abordar con un debate profundo los abusos de la dictadura contramayoritaria del “paso firme”, han optado por reducir su labor legislativa a la narrativa simplificadora de videos de redes sociales en el pleno o en presentar propuestas de leyes que violentan las libertades civiles de grupos minoritarios, como la de abordar desde la esfera penal la mala praxis de los profesionales de la salud.

La ecuación es simple: cuando las calles están llenas de huecos, las escuelas se caen a pedazos y los cuartos de urgencias se encuentran abarrotados y desabastecidos, los ciudadanos terminan premiando a los taquilleros que prometen chen chen fácil o la extensión del actual tren David–Panamá desde Puerto Armuelles hasta Cabo Tiburón.

Algunos economistas sugieren que aumentar los impuestos genera menos inestabilidad social que recortar el gasto público, aunque sea a costa de frenar el crecimiento. Otros proponen la “represión financiera”: obligar a los fondos de pensiones a invertir en deuda estatal, trasladando silenciosamente la carga a los ciudadanos, como está ocurriendo con la Ley 462 que reformó la Caja de Seguro Social de Panamá.

El dilema que enfrentan los ministros de Finanzas en Europa o Estados Unidos no dista mucho de la realidad panameña: un país con una deuda pública que supera el 60% del PIB, déficits recurrentes y compromisos crecientes —como construcciones y compras directas de insumos quirúrgicos sin licitaciones públicas para favorecer a donantes—. Todo esto mientras su activo más valioso, el Canal, se ve en medio de una disputa comercial y geopolítica entre las dos mayores potencias del mundo.

La única salida posible es un crecimiento económico sostenido o una gestión más inteligente de la reestructuración de la deuda, bajo el supuesto de que todos pagamos juiciosamente nuestros impuestos. Sin embargo, el actual estancamiento —de bajo dinamismo y alta desconfianza política— hace que esa meta parezca lejana.

La investigación económica convencional se ha concentrado en estudiar cómo salir de las recesiones, prestando poca atención a sus causas. En la reciente reedición de La teoría general de Keynes, Paul Krugman reconoce que el economista británico no ofreció una explicación convincente sobre el origen del ciclo económico, sino que se enfocó en una pregunta más práctica: ¿cómo crear más empleo?

El rescate macroeconómico del “paso firme” debería poder explicar cómo su supuesto milagro financiero está logrando en Panamá más empleo y más chen chen en las calles del Istmo. De lo contrario, la baja ejecución de proyectos —disfrazada de austeridad— terminará colocando a un populista y demagogo en San Felipe en 2029.

El autor es cirujano subespecialista.


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