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El espejismo de ser profesional en Panamá

Estaba en medio de una clase sobre la importancia de estudiar, de construir un futuro a través del conocimiento, cuando una estudiante levantó la mano y lanzó una frase que desarmó el discurso en segundos:

“Mis padres son profesionales y no tengo dinero, pero los hijos de peones sí.”

El silencio en el aula fue más elocuente que cualquier teoría. Su comentario no fue una queja, sino una radiografía cruda de nuestra realidad panameña. Una verdad incómoda: el título universitario ya no garantiza movilidad social, mucho menos estabilidad económica. Y lo peor: todos en el salón lo entendieron.

En Panamá ser profesional fue, durante mucho tiempo, sinónimo de prestigio, respeto y estabilidad económica. Hoy ya casi no lo es. Con frecuencia significa endeudarse para mantener una apariencia que el sistema nunca recompensa. ¿De qué sirve invertir años en educación si, al final, los salarios alcanzan apenas para sobrevivir? El hijo del peón, que opta por un oficio inmediato o un trabajo informal, muchas veces logra ingresos superiores a los del ingeniero, el periodista o incluso el médico recién graduado.

Conviene aclarar algo: el trabajo del peón no es indigno ni improvisado. Todo lo contrario: es esencial, pues de su esfuerzo depende la alimentación, la construcción y el sostén diario de muchas familias. El problema no es el peón, sino un sistema que castiga la preparación académica y premia la improvisación y el “juega vivo”, mientras devalúa tanto a los oficios como a las profesiones.

Esta paradoja no es casual. Es una trampa estructural. El sistema necesita profesionales que sostengan sus engranajes, pero no está dispuesto a reconocer su verdadero valor. Por eso el docente compra de su bolsillo los materiales para dar clases; el médico residente trabaja turnos inhumanos con sueldos que no alcanzan; el abogado honesto sobrevive mientras otros engordan en despachos amarrados al poder. Es la vocación desangrada por un sistema que aplaude la corrupción y desprecia el conocimiento.

Y aquí surge la pregunta inevitable: ¿qué hacer cuando ser profesional no significa prosperidad, sino sacrificio? La respuesta no es sencilla, pero sí clara: hay que cambiar nuestra relación con el dinero y con la educación. No podemos esperar milagros de un Estado que nunca asume la responsabilidad de garantizar condiciones dignas. La disciplina financiera debe convertirse en un acto de rebeldía, casi en una estrategia de supervivencia. Aprender a no endeudarnos, a invertir lo poco que se tiene con inteligencia y a priorizar lo esencial es tan importante como el título colgado en la pared.

La educación financiera, paradójicamente, debería enseñarse desde la escuela. Y no solo para los futuros empresarios: también para los trabajadores calificados que, con sueldos limitados, sostienen familias enteras. Porque mientras el país siga premiando el “juega vivo” y castigando la disciplina, la única salida realista es cultivar la resiliencia económica desde el individuo. Invertir con prudencia, no gastar lo que no se tiene y entender que la dignidad no se mide en lujos aparentes, sino en la capacidad de vivir sin cadenas de deuda.

No se trata de victimizar a los profesionales, sino de denunciar cómo el sistema abusa de su vocación. El problema no es que falte preparación, sino que sobra indiferencia hacia quienes sostienen el país con su trabajo. Profesionales de la salud, de la educación, del periodismo, de la ingeniería, del arte: todos cumplen un rol vital, pero son tratados como piezas reemplazables en un engranaje que se alimenta de su sacrificio.

Al mismo tiempo, sería injusto pensar que solo los profesionales merecen reconocimiento. Los oficios y trabajos manuales son la columna vertebral de cualquier sociedad: del campesino que siembra los alimentos al albañil que levanta las viviendas, pasando por el técnico que repara lo que usamos a diario. La justicia social no debe residir en poner a unos por encima de otros, sino en construir una verdadera meritocracia, donde cada persona —ya sea que aporte con sus manos o con su mente— reciba un reconocimiento proporcional a su esfuerzo, preparación y responsabilidad. No se trata de igualar a todos por la fuerza, sino de equilibrar dignamente el valor de cada aporte.

La batalla nunca ha sido entre profesionales y peones. Esa es la ilusión que nos vende el sistema para distraernos. En realidad, ambos están atrapados en la misma condena: el obrero que levanta un país con sus manos y recibe migajas, y el profesional que entrega años de estudio para terminar sobreviviendo. La verdadera división es entre quienes producen valor y quienes se lucran de ese sacrificio sin dar nada a cambio.

Panamá no necesita más apariencias ni más “juega vivo”; necesita justicia. Y esa justicia solo será posible cuando construyamos una sociedad meritocrática que dignifique tanto al que piensa como al que trabaja con sus manos. Mientras eso no ocurra, seguiremos viviendo en el espejismo: un país que desprecia a los que lo sostienen y, en ese desprecio, firma su propia ruina.

La autora es profesora de filosofía.


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