En las dos entregas anteriores intenté explicar cómo China, en sus mercados internos, mantiene una economía intervenida por el Estado, sobre todo en los sectores más importantes. En otras palabras, dirige de forma ultracentralizada el funcionamiento de los mercados mediante políticas monetarias, fiscales y regulatorias, para alcanzar sus objetivos de desarrollo nacional, en claro detrimento del capital extranjero. Por esta razón, contrario a lo que algunos sostienen, China no posee una economía de libre mercado.
Quizás el ejemplo más evidente sea la existencia de un régimen legalmente establecido que otorga el monopolio de sectores estratégicos para la seguridad nacional a un puñado de empresas controladas por el Estado. Estos sectores son la energía, las telecomunicaciones, la tecnología, el transporte, la metalurgia de acero y aluminio, la industria farmacéutica, la minería y ciertas áreas financieras, entre otros.
Aun cuando la reacción proteccionista de Estados Unidos haya sido la más llamativa, otros países industrializados —como Canadá, Corea del Sur y Japón, así como varios miembros de la Unión Europea— también han intentado, de maneras más sutiles, convencer a China de corregir los desequilibrios comerciales. Además, han aplicado políticas proteccionistas con énfasis en activos de infraestructura sensibles, como las telecomunicaciones, los puertos, la minería y la tecnología. Por otra parte, en los últimos años, las autoridades gubernamentales de Europa y Estados Unidos han prohibido que empresas chinas adquieran el control accionario de sus compañías insignes.
Los sectores de tecnología y telecomunicaciones son los más cruciales en la batalla comercial entre China y los países más industrializados. Estos campos definirán el dominio mundial tanto a nivel económico como militar. Por ello, Estados Unidos y Europa prohibieron el uso de la tecnología 5G de Huawei en sus territorios. En el sector de semiconductores, Estados Unidos ha impuesto restricciones a la exportación a China de los microchips más avanzados diseñados por sus empresas. Y, a su vez, China —el mayor extractor de los minerales conocidos como “tierras raras”, esenciales para fabricar esos semiconductores— respondió restringiendo su exportación hacia Estados Unidos.
Todos los países imponen diversos niveles de barreras arancelarias y de otra índole para proteger sus industrias domésticas. Incluso bloques económicos como la Unión Europea y Mercosur son extremadamente proteccionistas frente a países que no son miembros.
El proteccionismo nocivo es aquel que se aplica contra la importación de productos extranjeros que compiten en las mismas condiciones que los locales. Esto ocurre cuando un producto extranjero —de mejor calidad y menor costo, gracias al uso de técnicas innovadoras— no puede ingresar con precios competitivos a países cuyos gobiernos buscan favorecer a sus empresas locales mediante barreras arancelarias y otras restricciones. El resultado es que estas empresas no se ven obligadas a mejorar su competitividad, ni a invertir en nuevas tecnologías o a fusionarse para alcanzar economías de escala. Todo esto en perjuicio del consumidor, que no podrá adquirir el mejor producto al menor precio.
Por otro lado, quizás no deberían ser tan cuestionadas las políticas proteccionistas impuestas contra un país que subsidia fuertemente a sus industrias, cuenta con mano de obra barata en condiciones infrahumanas y carece de una regulación sanitaria estricta sobre el manejo de plantas, animales y el ambiente, entre otros factores. Frente a estas condiciones desleales, el proteccionismo puede mitigar los efectos adversos que dichas importaciones causarían a la industria local.
Para quienes creemos en los beneficios sociales comprobados de aplicar los principios económicos de la Escuela Austriaca y la Escuela de Chicago, es lamentable constatar que el libre comercio mundial no puede garantizarse, ya que no existen condiciones para un comercio genuinamente justo. Como reza el dicho: “no hay libre comercio sin comercio justo”.
El economista John Maynard Keynes, cuyas teorías intervencionistas han causado tanto daño —muchas veces por su mala aplicación—, expuso en 1944 que los grandes desequilibrios comerciales traerían inequidades económicas entre países. Sostenía que un país con superávit excesivo tiene la obligación moral de reducir sus exportaciones y aumentar su consumo interno. Irónicamente, en ese momento, Estados Unidos era el país con el mayor superávit comercial del mundo.
El concepto de ventaja comparativa solo tendría validez si todos los países jugaran bajo las mismas reglas comerciales. Hoy no existen esas condiciones homogéneas para lograr una verdadera competitividad global. Los países emergentes han visto reducirse sus reservas de divisas necesarias para importar, ya que exportan cada vez menos debido a estas disrupciones comerciales. Al mismo tiempo, dependen y se endeudan crecientemente con China, dentro de su estrategia de la Nueva Ruta de la Seda.
Esta situación se ha tornado insostenible. Es imperativo construir un nuevo sistema de reglas comerciales más equitativo, que ofrezca condiciones justas y simétricas para todos.
El autor es abogado.
