Cada día es más común leer en medios de comunicación digitales o redes sociales a personas que etiquetan a quienes se identifican ideológicamente con ideas libertarias, proempresa privada, de “derecha” o conservadoras, como “fachos”, es decir, fascistas. Lo más triste es que algunos de ellos son incluso catedráticos universitarios, y, por si fuera poco, enseñan economía o ciencias políticas. Buscan a toda costa imponer la narrativa de que los fascistas son de “extrema derecha” y los socialistas, lo opuesto.
El fascismo fue, es y será un movimiento colectivista: una ideología que promueve el colectivismo en detrimento del individuo. Es un sistema que rechaza el libre mercado y promueve la intervención del Estado en la planificación económica. Defiende una amplia regulación estatal de toda actividad comercial, como la exigencia de licencias para operar negocios, la fijación de salarios y precios por parte del gobierno, y la prohibición total de las huelgas.
El máximo exponente del fascismo, y probablemente su fundador, Benito Mussolini, nacionalizó bancos e industrias completas, implementó controles de precios y salarios, estableció aranceles proteccionistas, entre otras medidas cuya relación con el socialismo es evidente y con el capitalismo, inexistente.
A finales de 1939, solo la Unión Soviética superaba a Italia en propiedad estatal del total del país. Uno de cada cinco trabajadores era empleado del Estado. No existía libre competencia ni emprendimiento. En definitiva, era socialismo con un fuerte componente de nacionalismo. Una estrategia más para lograr el mismo fin: el control total de los medios de producción y la reducción máxima de las libertades individuales.
Ambos caminos llevan al mismo destino: la entrega del poder absoluto al Estado y la renuncia de la soberanía más importante de todas, la del individuo.
Una ideología que promueve el colectivismo, la intervención estatal en la vida de las personas y en sus negocios, la regulación excesiva, la planificación central de la economía y la confiscación de activos privados jamás puede considerarse capitalista. Es, más bien, su antítesis.
Adolf Hitler fue otro gran exponente del fascismo y principal líder del Partido Nacionalsocialista. Promovió el nacionalismo, la expansión territorial mediante la fuerza y la centralización de la planificación económica en manos del Estado, todo con el fin de preparar a su país para la guerra. Fue un ferviente promotor del antisemitismo, del racismo y, sin duda, uno de los mayores genocidas de la historia.
En resumen, tanto el socialismo como el fascismo promueven un Estado fuerte, grande y centralizado. Ambos impulsan el control y la dirección de la economía a través de la expropiación de los medios privados de producción y una fuerte regulación.
Ambos restringen la libertad individual y la democracia, y promueven el exterminio, parcial o total, de toda oposición política.
Ambos buscan controlar los medios de comunicación para moldear y dirigir la opinión pública.
Uno lo hace bajo el discurso de resolver las desigualdades socioeconómicas de la población y defender a los trabajadores, supuestas víctimas de los empresarios. El otro, apelando a un nacionalismo extremo, define a un enemigo externo o interno —el equivalente a los “empresarios”— como el causante de todos los males del país, y unifica a la nación para ejecutar su exterminio.
El socialista y el fascista son hermanos. El capitalista, en cambio, promueve y cree en la libertad individual, en un Estado minimalista, bajos impuestos, libre mercado, libre competencia, igualdad ante la ley y, lo más importante, en un sistema basado en la propiedad privada, donde los individuos y las empresas poseen los medios de producción. ¿Te suenan estos principios a los de un “facho”?
El autor es empresario.

