Si analizamos los últimos conflictos bélicos —como la coalición de Occidente que atacó a Sadam Hussein en Irak, tras la invasión de Kuwait en 1991, o la actual guerra entre Ucrania y la Federación Rusa— casi ninguno termina, aunque una de las partes sea derrotada, con un cambio de gobierno impuesto desde afuera.
Quien lea la historia de Irán en los últimos 125 años comprenderá que sería un craso error geopolítico incitar a establecer en el país persa un sistema de gobierno promovido externamente. Aunque nunca fue colonia ni protectorado, Irán estuvo controlado durante décadas por intereses foráneos, especialmente británicos, en busca de acuerdos petroleros favorables, como el de 1933, que benefició a la Anglo Persian Oil Company (posteriormente British Petroleum, BP).
A mi juicio, el odio acérrimo que el actual gobierno iraní profesa hacia Occidente —en especial contra Estados Unidos e Israel— tiene su origen en 1953, cuando en una operación conjunta de la CIA y el MI6 británico se derrocó a Mohammad Mossadeq, un líder carismático y reformista que había nacionalizado la industria petrolera para proteger los intereses iraníes. Irónicamente, Mossadeq debía su educación a Europa: estudió en la Sciences Po de París y en la Universidad de Neuchatel, Suiza, convirtiéndose en el primer iraní con un doctorado en Leyes otorgado por una universidad europea.
Al asumir el poder en 1951, Mossadeq impulsó reformas sociales y políticas largamente esperadas: instauró el seguro social, compensaciones para desempleados, beneficios para obreros enfermos o heridos, una reforma agraria que obligaba a los terratenientes a destinar el 20% de sus ingresos a un banco de desarrollo y, lo más trascendental, nacionalizó la industria petrolera.
En 1941, Reza Shah Pahlavi fue obligado por los británicos a abdicar en favor de su hijo Mohammed. Tras el golpe contra Mossadeq, Occidente devolvió el poder al Sha Mohammad Reza Pahlavi —recordemos que el gobierno de Omar Torrijos le otorgó asilo en Panamá durante casi un año en 1979, cuando ningún país quiso recibirlo—, quien negoció un acuerdo favorable a los intereses británicos, devolviendo a las compañías occidentales la mitad de la producción petrolera hasta 1979.
Mossadeq fue acusado de traición, pasó tres años en confinamiento solitario y luego quedó bajo arresto domiciliario hasta su muerte por cáncer en 1967. En 2013, Estados Unidos reconoció formalmente su participación en el golpe, así como los pagos para promover protestas y sobornar oficiales iraníes.
Estoy convencido de que el actual gobierno iraní, liderado por Ali Khamenei, es altamente peligroso y virulentamente antisemita, con un odio acérrimo hacia los valores que representan Europa y, principalmente, Estados Unidos, al que llaman “el gran Satán”. Si este régimen se viera acorralado y dispusiera de un arma nuclear, no dudaría en usarla contra Israel, considerada por Teherán como la avanzada que representa los intereses y valores de Occidente.
Por todo esto, no se debe repetir el error de 1953: no hay que imponer un gobierno en Irán. Deben ser los propios iraníes quienes decidan quién los gobierna. No es casual que, en 1979, cuando Jomeini derrocó al odiado régimen del Sha, los manifestantes corearan en ocasiones: “¡Mossadeq, Mossadeq!”.
El autor es internacionalista.
