En Panamá, la reciente Ley 473 obliga a los comercios a mostrar los precios finales de sus productos y servicios, es decir, con impuestos incluidos. A primera vista, esto parece una medida a favor del consumidor. Ahora sabremos cuánto vamos a pagar desde el principio. Pero debajo de esa apariencia de transparencia se esconde un fenómeno más profundo y preocupante: la desaparición de la conciencia fiscal del ciudadano.
Lo que esta medida realmente logra es camuflar el impuesto dentro del precio, borrando del lenguaje cotidiano y de la percepción social el acto de tributar. Ya no preguntaremos “¿esto incluye el ITBMS?”, ni nos sorprenderemos por el recargo al final de la cuenta. Simplemente pagamos y seguimos. El impuesto se normaliza y se vuelve invisible.
Pero la invisibilidad del impuesto no lo hace menos dañino. Al contrario, lo vuelve más peligroso. Porque si no se ve, no se discute. Y si no se discute, no se cuestiona. La ciudadanía entra en una especie de ignorancia tributaria, en la que la extracción fiscal deja de percibirse como lo que es: una sustracción obligatoria de recursos por parte del Estado.
Esto no es nuevo. Desde hace décadas, teóricos del liberalismo —como Frédéric Bastiat, Friedrich Hayek o Murray Rothbard— han advertido cómo los Estados tienden a ocultar el verdadero costo de su acción política, ya sea a través de la deuda, la inflación o los impuestos disfrazados. La nueva modalidad es más efectiva: hacer que el ciudadano olvide que paga.
A mediano plazo, esta técnica tiene consecuencias que vale la pena señalar:
Se desvincula el precio del producto de su valor real en el mercado, porque el consumidor ya no distingue entre lo que va al productor y lo que se lleva el Estado.
Se neutraliza el incentivo a exigir eficiencia estatal, porque el pago del impuesto se ha vuelto automático, desapercibido y “normal”.
Se debilita el sentido de propiedad, porque el ciudadano ya no tiene claro cuánto de lo que produce o consume está siendo realmente expropiado.
Resulta irónico que el mismo Estado —responsable directo de la inflación normativa y tributaria— ahora intente “protegernos” con leyes que maquillan su propia intervención. En lugar de bajar los impuestos, los esconde. En vez de dejar más recursos en manos del ciudadano, reduce su capacidad al recortarle de manera silenciosa.
Y lo más preocupante: cuando el impuesto ya no se siente, es más fácil aumentarlo.
Una sociedad que olvida cuánto paga en impuestos es una sociedad cegada ante el saqueo institucional. El lenguaje crea realidad: cuando dejamos de nombrar el impuesto en nuestras transacciones diarias, perdemos también la noción de su existencia.
En tiempos donde lo prioritario parece ser que el Estado recaude eficientemente —y no que el ciudadano prospere—, ocultar los impuestos en el precio final es un paso más hacia la reducción de la libertad individual.
El ciudadano informado no pide que le maquillen el precio. Pide que lo dejen elegir, producir y consumir en libertad.
El autor es amigo de la Fundación Libertad.

