En el derecho internacional público, el intervencionismo estatal representa un acto internacionalmente ilícito, una vejación a la soberanía del Estado, a su independencia política y, en ocasiones, a su integridad territorial. Dicho intervencionismo puede revestir distintas formas e, incluso, tal como nos recuerda la guerra en Ucrania, puede involucrar el uso de la fuerza armada en contra de un Estado soberano. El orden internacional basado en reglas, establecido luego de la segunda guerra mundial, y cuya piedra angular es el sistema de las Naciones Unidas busca, entre otras cosas, prevenir el intervencionismo, al poner a disposición de los Estados herramientas legales capaces de limitar, coartar e, incluso, castigar este tipo de injerencias.
Ese mismo orden internacional promueve valores como los derechos humanos, la democracia y la transparencia, debido a su relativo éxito, ha generado una reacción tendiente a su rechazo y sustitución por parte de regímenes iliberales, quienes ven en los valores antes mencionados una amenaza existencial.
Nos encontramos, entonces, ante un panorama estratégico altamente competitivo en donde los Estados con sociedades libres y abiertas son uno de los principales escenarios de rivalidad entre las estructuras del orden internacional actual y el revisionismo que promueven algunos actores estatales.
Latinoamérica, en general, y Panamá, en particular, no escapan a esta realidad. Instrumentos como el Índice de Percepción de la Corrupción o el Latinobarómetro nos demuestran los altos niveles de vulnerabilidad que tenemos a nivel regional en materia de derechos humanos, democracia y transparencia. En reconocimiento de estas debilidades, actores extracontinentales buscan imponernos un modelo alterno al que conocemos, uno iliberal, promoviendo estructuras autoritarias, represivas y corruptas, en detrimento del sistema legal internacional que nosotros ayudamos a forjar y que protege nuestros intereses más elementales.
A través de promesas de inversión económica, de cooperación cultural y del despliegue de una significativa influencia política estos actores han instaurado instrumentos efectivos para ejercer coerción económica y diplomática sobre distintos Estados, desarrollando también mecanismos propios de represión transnacional, a través de restricciones de visa, de abusos en materia de extradición y del uso de las circulares rojas de INTERPOL.
También, a través de la introducción de capital corrosivo, estos actores autoritarios buscan socavar la institucionalidad democrática de los Estados objetivo, negando la rendición de cuentas y la responsabilidad ante las partes interesadas y rechazando las políticas orientadas al mercado.
Este capital corrosivo junto con prácticas corruptas le permiten a los actores autoritarios capturar a las élites económicas y políticas del país objetivo, cooptando al Estado mismo, mediante el control de las industrias extractivas del país, de las grandes obras de infraestructura, del transporte público, de las telecomunicaciones, de las zonas económicas especiales e, incluso, de la agenda de interés social. Estos mecanismos de coacción modernos vienen acompañados de métodos más “tradicionales” de injerencia con la proyección de poder, tanto incisivo como blando, en los ámbitos políticos, académicos, culturales y comunicacionales.
En sociedades como las nuestras, en donde la polarización política, el nacionalismo antiliberal y las limitaciones del Estado de derecho son parte del día a día, el intervencionismo que promueve modelos autoritarios encuentra un gran auge.
Ante escenarios de esta naturaleza, la resiliencia democrática será fundamental; igualmente será la continuidad de la lucha en pro de la transparencia y de los derechos humanos. No obstante, éstas por sí solas no serán suficientes. El capital corrosivo deberá transformarse o ser reemplazado por uno constructivo, promoviendo la gobernanza corporativa y el cumplimiento a través de asociaciones y de una cultura que favorezca la transparencia. Igualmente, se requerirá de la implementación práctica de un número plural de normativas aprobadas desde hace ya algún tiempo. Los esfuerzos no deberán limitarse al ámbito gubernamental y regulatorio, requieren de una participación multisectorial y pluralista, incluyendo a la empresa privada, a la libre prensa, a la academia y a las organizaciones no gubernamentales.
Paradójicamente, en el ámbito latinoamericano, estos actores autoritarios extracontinentales promueven un discurso en contra del intervencionismo y a favor de la libre determinación de los pueblos, pero desde una perspectiva de Estado-céntrica de la soberanía, pues ven en el pluralismo político, en la diversidad ideológica y en la transparencia, serias amenazas a su continuidad y viabilidad misma.
Al hacer mención de estos principios del derecho internacional, sépase el no intervencionismo y la libre determinación, estos Estados autoritarios e intervencionistas obvian una realidad, que el centro del aparato normativo internacional reside en el individuo, en el ser humano que es la razón de ser del Estado mismo.
El reconocimiento de la centralidad del ser humano para el orden internacional basado en reglas y del vínculo intrínseco entre los derechos humanos, la democracia y la transparencia son buen punto de partida para combatir el intervencionismo del siglo XXI.
El autor es abogado y profesor de derecho internacional

