Cada 21 de octubre llega una multitud de personas a una iglesia de un pueblo de la Costa Arriba de Colón. Estos visitantes acuden para pedirle que les resuelva problemas o para agradecerle por los problemas resueltos a una estatua de madera con la cara pintada del mismo color que la mayoría de sus devotos.
Y no me digan que la devoción no es a la estatua, sino a la divinidad que representa. A la divinidad que representa se le puede rezar desde la casa de cada uno de los que acuden allí, sin caminar descalzos tantos kilómetros, ni ponerse hábitos morados ni cargar cruces, pues se supone que la divinidad que representa ve a sus fieles dondequiera que estén. Pero parecen sentir que tienen que ir a Portobelo para que la estatua los vea.
En las ediciones de los días 10 y 11 de enero de 2009, dijeron en el diario La Prensa y en otros medios de comunicación que en Atalaya casi linchan al obispo de la diócesis de Veraguas por haber cambiado o intentado cambiar la imagen de otro Nazareno que custodiaban en la iglesia de ese pueblo. La nueva imagen “no servía”, no hacía milagros.
Tanto la religión judía como sus dos hijas, la cristiana y la musulmana, han pretendido siempre creer en un solo ser supremo, llamado Jehová, Dios o Alá, pero que, a fin de cuentas, es el mismo.
El miedo a que los ídolos compitieran con el Dios único llevó a los padres de las tres religiones monoteístas a prohibir las representaciones plásticas, con más o menos limitaciones. Quizá los más rigurosos en esta prohibición sean los judíos, los musulmanes y los cristianos protestantes; los menos, los ortodoxos y los católicos. Dentro del catolicismo siempre se nos ha dicho que las imágenes sagradas se pueden venerar, pero no adorar; que su uso es el mismo que le daríamos a la foto de un familiar querido; que solo se debe adorar a Dios.
Los hechos demuestran que eso no pasa de ser teoría. La verdad es que a los devotos de imágenes de Cristo como el Gran Poder, el de Medinaceli, el de Atalaya o el de Portobelo; las de su madre, como la Virgen del Rocío, de Lourdes, de Guadalupe o de Luján; o la de santos como san Judas o santa Librada, por poner unos cuantos ejemplos entre miles, les rezan, les ofrecen mandas y les piden favores a esas imágenes y no a otras iguales o parecidas, aunque representen a los mismos personajes sagrados. Tanto es así que quien se atreva a cambiar ese pedazo de madera, de escayola o de lo que sea por otra copia, corre el peligro de que la multitud lo linche.
Incluso a los más iconoclastas les cuesta trabajo renunciar a la adoración de cosas visibles, pues los musulmanes, a pesar de que no tienen imágenes en las mezquitas, veneran una piedra negra que hay en La Meca y peregrinan a las tumbas de sus hombres santos; los judíos oran golpeando con la frente un muro que hay en Jerusalén, y todos los adeptos a las tres religiones abrahámicas creen que sus respectivos libros sagrados —Torá, Biblia o Corán— contienen la palabra de Dios y juran sobre ellos, por lo que bien podrían llamarse bibliólatras.
Los seres humanos parecemos necesitar el autoengaño tanto como el aire que respiramos, y cada vez que nos prohíben unos ídolos inventamos otros para poder consolarnos en este valle de lágrimas en que nos ha tocado vivir.
El autor es jubilado.


