Como diría Churchill: “Cuanto más lejos puedas mirar hacia atrás, más lejos podrás ver hacia adelante”. Hace poco terminé el libro del escritor venezolano Francisco Suniaga, llamado El pacificador. Hijo de sastre y músico, en él relata cómo, en 1815, el rey Fernando VII de España mandó una flota de 60 buques y 10,000 hombres comandados por el mariscal de campo Pablo Morillo para intentar pacificar los territorios del Nuevo Mundo. Proveniente de una familia de campesinos humildes, por mérito propio Pablo alcanzó ese rango. Hasta peleó en la batalla de Trafalgar y fue hecho prisionero. Su misión empezó mal: su buque insignia, el San Pedro Alcántara, fue hundido por una explosión en la isla de Margarita. Sus ideales eran nobles: evitar el enfrentamiento armado con las fuerzas rebeldes, algunas de ellas encabezadas por Bolívar, a quien llamaban “el monstruo” por pasar por las armas a todos los que no compartían su ideal independentista y que hasta había proclamado el decreto de guerra a muerte contra “todos los que querían mantener el Imperio Español”.
El libro está escrito en tercera persona, a excepción del diálogo ficticio que mantiene Francisco de Miranda con el mariscal Morillo. Miranda era un gran héroe venezolano; también de origen humilde (su padre fue comerciante), emprendió una educación fascinante: hablaba cinco idiomas y participó en la Guerra de Independencia de Estados Unidos, así como en la Revolución Francesa y en la gesta de Hispanoamérica contra España. Su nombre está grabado en el Arco de Triunfo de París (único latinoamericano).
Desde el principio, Miranda, apresado en España y entregado por los propios conspiradores, le advirtió a Morillo que su misión iba a fracasar. Pacificar a la América india, mestiza, con sus llanuras y llaneros salvajes, indisciplinados pero excelentes combatientes, y a los criollos de Caracas —los llamados mantuanos—, blancos y primos hermanos entre sí, que constituían una sociedad cerrada, conservadora y racista con todo aquel que no fuera blanco. En el libro aprendemos sobre el sitio de Cartagena, casi último bastión español en la Nueva Granada, donde murieron 3,000 soldados españoles víctimas de los mosquitos y la fiebre amarilla. Pero cuando se produjo la rendición, había un número similar de víctimas dentro de sus murallas.
El pacificador, que vino a pacificar, terminó como los rebeldes, en una guerra brutal, sin cuartel. Lo enviaron por un año y se tuvo que quedar cinco. Morillo decía de Bolívar que no era un gran estratega militar; su don residía en que la gente lo seguía y tenía una voluntad de acero. Desde ese entonces, afirma Suniaga, “todos los dictadores venezolanos, todos, sin excepción, desde Páez hasta Maduro, tuvieron a Bolívar como modelo”. El libro es interesante también porque describe los complots entre los alzados y los jefes de los llaneros. Uno se pregunta: ¿cómo iban a calar las ideas liberales, progresistas, en esta América aislada por el océano de Europa, blanca, criolla, mestiza, negra e india?
Recordamos que Bolívar soñaba con una unidad hispanoamericana, con su capital en Bogotá, mientras se construía una ciudad equidistante entre Caracas y Bogotá, que se llamaría Colombia.
Después de cinco años de continua guerra independentista, al fin se encuentran Bolívar y Morillo para firmar el armisticio de Santa Ana, que para Morillo fue una rendición. Descubren que tenían más cosas en común que diferencias. Pero, ¿por qué le tocó a él, Pablo se pregunta, que había batallado cinco años cuando su misión era de uno, regresar a España derrotado?
Recomiendo el libro porque, desde ese entonces, todavía sufrimos sus consecuencias.
El autor es internacionalista.

