En Panamá, pagar impuestos se ha vuelto casi un acto de fe. Mientras el ciudadano común cumple con su declaración jurada y enfrenta las sanciones implacables de la Dirección General de Ingresos (DGI) por cualquier error mínimo, salen a la luz escándalos que revelan cómo redes de funcionarios y allegados manipulan el sistema para desviar, borrar o evadir millones. El mensaje es claro y devastador: quienes detentan poder se protegen entre sí, mientras el resto carga con la cuenta.
Los recientes arrestos vinculados a la DGI por presunto peculado y blanqueo de capitales no son hechos aislados. Son la evidencia de un sistema corroído por décadas de favoritismo, conexiones políticas y una notable ausencia de controles efectivos. La paradoja es brutal: el mismo Estado que actúa con firmeza ante la microempresa o el contribuyente de a pie, permite que grandes fortunas se escurran sin consecuencia por los resquicios de la corrupción institucional.
A esta contradicción se suma una injusticia cotidiana que miles de panameños conocen bien: mientras las devoluciones fiscales legítimas duermen el sueño eterno en los escritorios públicos, los deudores reciben una lluvia incesante de notificaciones y amenazas. El Estado aplica su poder con rigor cuando se trata de cobrar, pero se muestra lento, casi negligente, cuando debe cumplir su parte. Esa doble vara alimenta el descrédito, erosiona la legitimidad del sistema tributario y profundiza la desconfianza ciudadana.
Cuando la población percibe que las reglas no son iguales para todos, el compromiso cívico se rompe. Sin confianza, no hay cumplimiento voluntario, sino evasión, descontento y una espiral de debilitamiento financiero que mina la capacidad del Estado para atender sus funciones más básicas, desde la salud hasta la educación.
Pero más allá del perjuicio económico, la corrupción en la DGI debe entenderse como un mecanismo de poder. Favores fiscales, condonación selectiva de deudas y privilegios silenciosos para los “intocables” son expresiones de un modelo institucional diseñado para beneficiar a unos pocos. Mientras esa red de intereses no sea desmontada, cualquier intento de reforma será puro maquillaje.
Romper con este ciclo exige decisiones valientes. Es imprescindible que las auditorías fiscales estén a cargo de entes externos e independientes, para evitar el riesgo de que el Estado se audite a sí mismo. La tecnología debe usarse con transparencia, permitiendo la trazabilidad de cada trámite fiscal, y generando alertas automáticas ante cualquier anomalía. También es urgente garantizar una protección real a los funcionarios honestos que se atrevan a denunciar irregularidades dentro del sistema. Y, por supuesto, la justicia debe actuar con firmeza, asegurando procesos ágiles, condenas ejemplares y la recuperación efectiva de lo defraudado. La impunidad, tal como está, sigue siendo rentable.
Un país no se quiebra solo por falta de recursos, sino por la pérdida de confianza en sus instituciones. Mientras Panamá siga siendo el país donde el ciudadano paga y calla, y los privilegiados hacen del fisco su caja chica, la democracia seguirá en deuda con la transparencia y la equidad.
El autor es máster en administración industrial.
