Una casona vacía. Un cartel que dice “sitio de interés cultural”. Ningún visitante en semanas. La historia está ahí, pero nadie parece escucharla.
En Panamá, preservar el patrimonio aún no es una política consolidada. Se protegen edificios, pero no siempre se cuidan. Se nombran sitios, pero no se habitan. Se señala lo valioso, pero sin dotarlo de sentido.
Y cuando se logra conservar algo, rara vez se piensa en cómo activarlo. Se cree que basta con evitar su derrumbe, cuando lo realmente urgente es evitar su silencio. Porque lo patrimonial no solo se destruye con abandono: también con indiferencia.
Un bien cultural no sobrevive solo porque se le restaure. Sobrevive cuando se vuelve relevante. Cuando logra decir algo nuevo sin perder su raíz. Cuando no es solo prueba del pasado, sino una pregunta para el presente.
El problema no es conservar. Es conservar sin intención. Sin narrativa. Sin uso. Como si la memoria fuera un objeto que basta con encerrar tras vitrinas o nombrar en placas conmemorativas.
Pero la memoria no es archivo muerto. Es energía simbólica. Y, como toda energía, necesita circular para no disiparse.
Un teatro antiguo no debería cerrar por falta de público: debería repensarse como espacio cívico. Una plaza histórica no debería usarse solo para fotos: debería ser escenario de nuevos encuentros. Un relato de ciudad no debería contarse solo en museos: debería filtrarse en la educación, en la programación cultural, en las decisiones urbanas.
Conservar también es una forma de decidir qué tipo de ciudadanía queremos cultivar.
Y si solo conservamos desde la nostalgia, lo que preservamos será cada vez más irrelevante. Pero si lo hacemos desde el deseo de activar sentidos, entonces el patrimonio deja de ser pasado: se convierte en posibilidad.
La memoria que verdaderamente se conserva es la que sigue generando sentido. Y una cultura viva no se mide por cuántos símbolos protege, sino por cuántas preguntas nuevas se atreve a inspirar.
En esas preguntas se juega nuestra capacidad de transformar el presente.
El autor es gerente de Cultura y Comunidad de la Fundación Ciudad del Saber.
