En Panamá, diciembre tiene un don peculiar: revela quiénes somos sin necesidad de grandes esfuerzos. Entre jamones que no aparecen, bonos que se evaporan y brindis donde todos actúan como si el año hubiera sido un éxito colectivo, la ética, la moral, la lógica y la filosofía terminan convertidas en los invitados invisibles de la temporada. Se mencionan con elegancia, pero nadie las sienta realmente a la mesa.
La ética profesional suele lucirse como parte del decorado institucional: brilla en discursos, se imprime en manuales impecables y adorna presentaciones de cierre de año. Sin embargo, cuando toca aplicarla —especialmente en diciembre— se desvanece con la misma facilidad con la que alguien justifica un retraso “por tranque”. La moral tampoco se salva: se convierte en un accesorio ocasional que se exhibe mientras conviene y se guarda en cuanto estorba.
La lógica, esa aliada del sentido común, también sufre abandono. Abundan decisiones que desafían cualquier razonamiento, informes que coquetean con la fantasía y explicaciones que no resisten un análisis básico. La lógica intenta protestar, pero el ruido de villancicos, boquitas y excusas la silencia con facilidad.
La filosofía, por su parte, observa desde un rincón. Es la tía sabia a la que nadie quiere sentar porque formula preguntas incómodas. Diciembre favorece la comodidad, no la reflexión. Pensar demasiado en plena temporada de consumismo parece una provocación. Sin embargo, es justamente la filosofía la que desnuda nuestras contradicciones: la transparencia que se exige pero no se practica, la moral que se predica pero no guía, el respeto que se reclama pero no se ofrece.
Lo irónico es que estas disciplinas —frecuentemente subestimadas y calificadas de “aburridas”— son las únicas capaces de ayudarnos a navegar una realidad que cada día se parece más a una tragicomedia tropical. La ética sostiene lo correcto; la moral exige coherencia; la lógica evita el absurdo; y la filosofía nos obliga a pensar, aunque pensar sea, para muchos, un ejercicio incómodo… especialmente en diciembre.
En el gremio docente, esta tensión se intensifica. Se nos pide formar ciudadanos capaces de cuestionar, pero se espera que lo hagamos sin incomodar, sin señalar fisuras, sin revelar absurdos. Es una especie de “feliz Navidad, pero no haga olas”. Aun así, el docente ético insiste: enseña, provoca, ilumina. Puede incomodar, pero es indispensable.
Y aquí está el punto central: Panamá no carece de valores; carece del valor para aplicarlos. La ética se celebra mientras no implique renunciar a ventajas personales. La moral se defiende mientras no afecte el chisme. La lógica se aplaude mientras no contradiga intereses propios. Y la filosofía solo aparece cuando alguien quiere sonar profundo en redes sociales.
Diciembre deja todo al descubierto: no necesitamos discursos adornados, sino coherencia; no necesitamos eslóganes vacíos, sino pensamiento; no necesitamos excusas heredadas, sino valentía intelectual. Un país que no reflexiona repite. Y un país que repite se estanca.
Que este cierre de año, entre luces, tamales y promesas recicladas, nos encuentre comprendiendo una verdad esencial: la ética no es decoración, la moral no se alquila, la lógica no es opcional y la filosofía no es un adorno navideño. Son, en realidad, las herramientas mínimas para evitar que el próximo año sea una copia —o peor aún, una parodia— del anterior.
Brindemos, entonces, no por apariencias, sino por un Panamá que elija la lucidez sobre la comodidad.
La autora es profesora de filosofía.
