En la política mundial contemporánea, asistimos con frecuencia a una paradoja inquietante: líderes democráticamente elegidos para ejercer el poder, reconocidos por sus pares y respaldados institucionalmente, sienten una necesidad constante de demostrar que disponen de dicho poder. Esta actitud, más allá de ser un estilo personal, responde a un patrón que podríamos identificar como una especie de complejo de legitimación compulsiva del poder, que puede estar basado en una inseguridad que lleva a una persona a ejercerlo como una reafirmación constante de sí misma.
Este patrón, que puede tener varios adjetivos calificativos, podría tener sus raíces en una frágil autoestima, alimentada por una desconfianza estructural hacia los demás y una confusión entre el respeto y la sumisión.
Desde esa óptica, no solo se gobierna: se necesita que todos lo sepan, lo reconozcan y lo aplaudan. No hacerlo se interpreta como deslealtad o desafío.
Las consecuencias son graves, puesto que, por ese camino, se debilitan las instituciones, ya que el poder se utiliza como vitrina de autoridad y no como mecanismo de equilibrio. También se polariza el ambiente político, la crítica se convierte en amenaza y la oposición es vista como enemiga. Se bloquea el relevo democrático y generacional, y se perpetúa la cultura de caudillos y aduladores.
En nuestra América hispana, para circunscribirnos a nuestro hemisferio, tenemos innumerables ejemplos de este tipo de liderazgo que pusieron en práctica el culto a la personalidad, rediseñaron la institucionalidad para asegurar que su presencia fuera permanente y, para lograrlo, combatieron y callaron ferozmente toda crítica.
Hay líderes que, aun siendo populares, y ahora con las redes sociales, muestran su agresividad política, lo cual revela más ansiedad que fortaleza. Hemos presenciado cómo se instrumentalizan las leyes, los códigos y hasta las constituciones para justificar legalmente el deseo de un inmenso ego.
Los liderazgos de nuestros países con esa característica terminan padeciendo el escarnio de sus pueblos o estos sufriendo las consecuencias de los autoritarismos.
Ahora este fenómeno ha emergido con peligrosa fuerza en la parte norte de nuestro continente.
En nuestro país hemos visto expresiones de este fenómeno: líderes que, pese a ocupar altos e importantes cargos, han sentido la urgencia de recordarle a todo el país, a cada instante, quién tiene la última palabra. Descalifican y desprecian la crítica, impiden el debate y la consulta, instrumentalizan las instituciones y erosionan la confianza pública.
En mis años de residencia médica en neurocirugía, en una ocasión me dijo mi maestro, el Dr. Félix Antonio Pitty Velázquez, que el verdadero médico, neurocirujano y jefe no necesita reafirmarse constantemente. El verdadero liderazgo se demuestra o se percibe en el silencio de los resultados.
Esa apreciación se deriva de la concepción de que el respeto no se impone ni se exige: se inspira. No se trata de ser indispensable, sino de ser inolvidable por lo que se construyó y no por cuánto se dominó.
Es el buen resultado el que habla más que las palabras.
Cuando el ejercicio del poder se convierte en una proyección de personalismos, la democracia se convierte en un espectáculo, el Estado en un decorado y el pueblo en una simple audiencia cautiva por temor. Los que en su momento aplaudieron estas actitudes, por soñar solo con sus intereses políticos y muy personales, cuando despiertan y descubren que el resultado final no les conviene, se arrepienten de manera tardía.
Es hora de que el poder de los liderazgos se convierta en servicio 24/7 y que no sea un escenario para la validación de egos. De lo contrario, nuestros pueblos seguirán atrapados en el ciclo permanente de personalismos disfrazados de firmeza y autoritarismos encubiertos de eficiencia.
El autor es médico y expresidente del PRD.

