En tiempos donde la opinión pública se erige como el nuevo tribunal moral, sostener una voz propia se ha convertido en un acto casi herético. En sociedades como la nuestra —donde el ruido ha reemplazado al pensamiento y la emoción colectiva pretende dictar la norma—, la voz del individuo libre no solo incomoda: se vuelve peligrosa. En este clima de superficialidad y aprobación instantánea, el mayor riesgo no es equivocarse, sino ser distinto. Así se manifiesta, con elegante brutalidad, la tiranía de las masas.
Ya lo advertía John Stuart Mill en Sobre la libertad: el mayor peligro para la democracia no es el déspota visible, sino la tiranía silenciosa de la mayoría, que aplasta toda disidencia bajo el peso de la costumbre, del prejuicio y de la unanimidad impuesta. Esta forma de opresión —más sutil y persistente que la censura formal— se perfecciona hoy en nuestras calles, en nuestro sistema educativo y, de forma particularmente virulenta, en las redes sociales.
En Panamá, pensar críticamente se percibe como una provocación. Hacer preguntas incómodas es una insolencia. Intentar elevar el nivel del debate, casi una afrenta. La masa —definida menos por su número que por su conformismo— responde con sospecha a todo lo que no encaje en su lógica simplificada. Se desprecia la excelencia, se confunde la firmeza con arrogancia y se demoniza la autonomía. En lugar de argumentos, proliferan etiquetas. En vez de ideas, se intercambian gritos. Y mientras la multitud se ocupa en silenciar al distinto, los problemas de fondo —corrupción, desigualdad, ignorancia estructural— avanzan intocados e impunes.
El terreno educativo no escapa a esta lógica. Se desconfía del docente que exige, se neutraliza al que forma criterio y se aísla al que se atreve a cuestionar lo establecido. Se busca comodidad, no profundidad; simpatía, no sabiduría. Así, bajo la falsa bandera de la “armonía institucional”, se domestica el pensamiento, como si el propósito de la educación fuese evitar incomodidades en vez de formar ciudadanos libres y críticos.
En la política, el fenómeno adquiere contornos grotescos: se elige no al más íntegro ni al más capaz, sino al que mejor entretiene. Las ideas han sido sustituidas por gestos y el carácter por un carisma vacío. Gobernar se ha vuelto un ejercicio de complacer multitudes, no de transformar realidades. Se legisla con miedo al trending topic y se calla por temor a ofender al algoritmo.
Friedrich Nietzsche escribió: “Ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo”. Y es precisamente ese privilegio —el de pensar, disentir y no claudicar— el que hoy se encuentra bajo ataque. Sin embargo, hay quienes no estamos dispuestos a entregarlo. Hay quienes, aun en medio del ruido, mantenemos el compromiso con la razón, aunque resulte impopular. Hay quienes preferimos la soledad de la coherencia antes que la compañía del autoengaño.
No, no me van a callar.
Y no por obstinación, sino por principio. No porque quiera ser escuchada, sino porque no quiero ser cómplice del silencio. Porque callar cuando se puede aportar algo razonable y justo es traicionar la conciencia. Pero también sé callar cuando hablar solo alimenta el caos.
Por eso me niego a participar del aplauso fácil, del consenso sin ética, de la corrección política que vacía las palabras de sentido. Me niego a educar sin cuestionar, a vivir sin pensar, a callar por miedo a la incomodidad ajena. La dignidad no se pide: se sostiene. Y la voz, cuando es fiel al pensamiento, no necesita permiso para existir.
Pero sostener esa voz exige una condición: aprender a debatir. El debate no es insultar ni ridiculizar; no es humillar ni ofender, mucho menos convertirlo todo en chisme. Porque el chisme no es argumento: es decadencia. Debatir es confrontar ideas con respeto, abrir caminos de entendimiento y, sobre todo, reconocer que nadie posee la verdad absoluta. En Panamá necesitamos recuperar esa cultura del argumento, porque una ciudadanía que no debate con altura se condena a repetir eslóganes sin contenido.
Como decía Mill, “la originalidad es la vida misma del pensamiento”. Y sin pensamiento no hay ciudadanía, no hay democracia, no hay libertad. Por eso, aunque la masa grite, elegiré siempre el argumento. Aunque me señalen, caminaré erguida. Y aunque intenten reducir mi voz al silencio, responderé con ideas. No con ruido. No con rabia. Con razón.
Con esa fuerza silenciosa y antigua de quienes no buscan agradar, sino honrar la razón. Porque, al final, resistir pensando es la única forma de ser verdaderamente libre.
La autora es profesora de filosofía.

