El silencio de las calles tras la última huelga docente impone una amarga ironía: sin protesta, nadie recuerda al gremio. La educación, parece, “pasó de moda”. Aquellos que se presentaban como protagonistas han quedado relegados a un escenario vacío. El reto ya no es recuperar el ruido de la protesta, sino devolverle a la profesión la dignidad perdida.
La huelga de este año no solo fracasó; también expuso la falta de liderazgo de los gremios, incapaces de sostener una causa que decían justa. No lograron avances concretos: la Ley 462 sigue intacta y los convenios firmados apenas aseguraron salarios retenidos y plazas de trabajo. Mientras los docentes reclamaban jubilaciones dignas, el pueblo respaldó al gobierno en su decisión de retener sueldos y reemplazarlos. La dirigencia quedó al desnudo: no pudo hacer nada.
Tampoco supo defender a los suyos. No detuvo destituciones ni reemplazos, pese a presumir experiencia y justicia. Una dirigencia que se proclama defensora del magisterio, pero que, cuando más se le necesitaba, se mostró incapaz de responder. Como se dice: “ya nos exhibieron”.
El problema no es solo de los dirigentes; también es cultural y estructural dentro del gremio. En lugar de estrategia y pensamiento crítico, lo que predominó fue el insulto y la descalificación. Los docentes que advertían sobre el fracaso fueron atacados y acusados de traidores, cuando lo único que proponían era cuestionar con sentido. La ironía mayor: al final, tenían razón. La huelga fracasó y demostró que pensar sigue siendo más valioso que repetir consignas vacías.
El absurdo raya en la comedia: aún esperan la “capacitación docente” en un país en ruinas, como si viajar al desastre ajeno supliera la falta de liderazgo y pensamiento crítico. Una paradoja grotesca. ¿Ese es realmente el horizonte de la formación docente o solo una excusa para perpetuar viejas ideologías disfrazadas de progreso?
El gobierno tampoco queda libre. Su corrupción crónica ha erosionado la credibilidad y reducido la educación a moneda de cambio político. El Estado, que debería garantizar calidad y prestigio, juega al desgaste, utiliza la miseria como arma y condena a los estudiantes a heredar un sistema roto. Pero el desastre no es solo de los políticos: también de los gremios, que durante años se conformaron con migajas.
Hoy, más que nunca, urge recuperar el prestigio de la profesión. No será con huelgas improvisadas ni con ideologías impuestas. El cambio exige cultura, pensamiento crítico, excelencia académica y, sobre todo, auténtica vocación de servicio. Una vocación que no consiste en financiar con rifas lo que el Estado abandona, ni en asumir roles sustitutos, sino en transformar con valores, dignidad y responsabilidad social.
A dirigentes y gremios les queda un desafío ineludible: demostrar liderazgo y razón, no ante el gobierno ni ante un pueblo que ya no les cree, sino ante la profesión misma. La lucha es por los docentes, por el nombre de la docencia y por el futuro del país.
Un país no se hunde únicamente por la corrupción de sus gobernantes, sino también por la indolencia de sus educadores cuando renuncian a pensar.
El magisterio sin pensamiento: una comedia que pagamos todos.
La autora es profesora de filosofía.

