Cuando el noble Gabriel García Márquez escribió El general en su laberinto, no construyó simplemente una ficción sobre los últimos días de Simón Bolívar. Edificó una parábola latinoamericana sobre el poder, el desencanto, el abandono institucional y la traición de los ideales. En esa novela hay un eco profundo de lo que ocurre cíclicamente en nuestras repúblicas: hombres que comienzan como esperanza y terminan extraviados entre ruinas políticas que ellos no construyeron del todo, pero que no pudieron evitar.
En Panamá, la llegada de José Raúl Mulino al poder no ha escapado a ese espejo simbólico. A diferencia del Libertador, el presidente Mulino no es una figura de leyenda continental, pero el laberinto que ha heredado es tan enredado como aquel que Bolívar cruzó en su agonía. Un país fragmentado socialmente, herido por la desconfianza y con instituciones debilitadas que, como las columnas jónicas de un palacio inundado, aún sostienen el techo, pero se resquebrajan por dentro.
En El general en su laberinto, Bolívar viaja a través del río Magdalena con el peso no solo de una enfermedad terminal, sino de ver destruido el sueño de una América unida. En su travesía le acompañan el lodo, el calor, la desidia y la nostalgia. En su mente, un pensamiento: “¡Cómo voy a salir de este laberinto!”. Esa pregunta resuena, 195 años después, entre las paredes del Palacio de las Garzas.
El presidente Mulino llega al poder con desafíos estructurales que desbordan cualquier período de luna de miel: una economía fatigada, una ciudadanía cansada de promesas recicladas, una fractura ambiental expuesta en cada incendio forestal, minas abandonadas y ríos contaminados. Y, quizás, lo más difícil: una legitimidad marcada desde el inicio por la herencia de su designante. El laberinto no es solo del presente; es una arquitectura política construida durante años por pactos secretos, silencios judiciales y muy pocas renuncias.
Bolívar, en su hora final, fue despojado hasta de su imagen: los pueblos que liberó lo desconocían; las repúblicas que fundó ya no respondían a su nombre. El poder, lejos de darle gloria, lo dejó sin voz. El presidente Mulino, por su parte, tiene hoy el desafío de no dejar que su presidencia se extravíe entre los pasillos cerrados de la desafección ciudadana, los intereses ocultos y la burocracia que inmoviliza.
La diferencia radica en que el presidente Mulino aún tiene tiempo. Y es ahí donde el paralelismo deja de ser fatalista y se convierte en advertencia. A Bolívar le faltó oxígeno, literal y político. Panamá, sin embargo, aún respira. Y su juventud —como ya ha demostrado en las calles, en las aulas, en redes y en las comunidades— no está dispuesta a ver cómo su bosque institucional arde sin meter las manos.
La gran lección de García Márquez es que ningún poder sobrevive si no dialoga con su gente, si no reconoce sus heridas, si no baja de su pedestal. Bolívar no supo cuándo soltar; el presidente Mulino debe saber cuándo escuchar. Porque este país no necesita nuevos caudillos ni libertadores, sino gestores del diálogo y guardianes del bien común.
En medio de este laberinto, la salida no está trazada con tinta dorada. Hay que abrir trochas. Y para eso, el gobierno debe colocar la resiliencia climática con justicia ambiental, la equidad y la democracia participativa en el centro de sus acciones. No como eslóganes, sino como brújula.
Como Bolívar, el presidente Mulino también heredó una patria desbordada por sus contradicciones e injusticias sociales. Pero no tiene por qué repetir su destino. El laberinto está ahí, sí. Pero también están las claves para salir: escuchar, ceder, reformar, proteger y sembrar soluciones, en vez de crear más distancias y diferencias.
El autor es ambientalista.
