A las democracias llamadas consolidadas —países de la Unión Europea que, según el ranking 2020 de los indicadores de democracia, tienen a Noruega, Islandia y Suecia en las primeras posiciones, en contraste con la República Centroafricana, la República Democrática del Congo y Corea del Norte, catalogados como regímenes dictatoriales— les tomó tres siglos alcanzar ese estatus. Dicho nivel no solo implica el goce de derechos políticos y civiles, sino también bienestar socioeconómico.
Latinoamérica, en cambio, tras la salida de regímenes dictatoriales (desde 1979 a la fecha), no ha logrado llegar a ese nivel de democracia. Solo Uruguay es considerado una democracia consolidada.
Venezuela y Nicaragua son países que realizan elecciones, pero la mayoría de los países democráticos y observadores internacionales las han catalogado como fraudulentas. Por ello, sus regímenes dictatoriales se han perpetuado durante décadas.
El caso de El Salvador es particular: aunque realiza elecciones con una participación que apenas supera el 50% del electorado, no se le reconoce como una democracia. El presidente Nayib Bukele se ha reelegido rompiendo las leyes de su país (que prohíben la reelección inmediata). A pesar de contar con apoyo popular y haber logrado reducir la violencia y el crimen organizado, lo ha hecho a costa de violaciones a los derechos humanos, por lo que su gobierno es catalogado como una autocracia.
En Panamá, se celebran elecciones democráticas desde 1989 (era postdictadura). La participación ciudadana ha sido masiva; sin embargo, el país no es una democracia consolidada porque no ha logrado desmantelar la desigualdad socioeconómica que amenaza su frágil sistema democrático. Las demandas de la población respecto a sus necesidades básicas han aumentado, sin que los gobiernos hayan hecho esfuerzos suficientes para responderlas.
Los partidos políticos han perdido legitimidad, al igual que los órganos del Estado, debido a la percepción ciudadana de graves actos de corrupción cuyos responsables no rinden cuentas. Una frase se ha popularizado: “hay justicia solo para las élites, no para las clases medias y bajas.”
Según los indicadores de democracia de 2020 —que clasifican a los países en cuatro categorías: democracias plenas, democracias débiles, regímenes híbridos y autoritarios— Panamá estaría en el grupo de democracias débiles.
De acuerdo con el Latinobarómetro, la confianza en los órganos del Estado es baja comparada con otras instituciones: el Ejecutivo alcanza un 37%, el Poder Judicial un 33% y el Legislativo un 22%. Los partidos políticos apenas logran un 13% de aceptación. En contraste, la Iglesia (71%) y la Policía (53%) son las instituciones con mayor credibilidad, en parte porque, por mandato constitucional, Panamá no posee fuerzas armadas.
Pese a que en Panamá las elecciones son transparentes y abiertas, el país se considera una democracia delegativa. El Ejecutivo ha debilitado los mecanismos de control entre poderes en estos casi 35 años de vida democrática. La Constitución, aunque reformada en varias ocasiones, sigue permitiendo una dependencia de los poderes Legislativo y Judicial respecto al Ejecutivo: el presidente nombra a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y a los procuradores, quienes son ratificados por el Legislativo. Este, por lo general, ha mantenido una mayoría plegada a las decisiones presidenciales.
Además, los únicos que pueden juzgar a los magistrados son sus propios pares en el Órgano Judicial, y los únicos que pueden juzgar a un diputado son los magistrados de la Corte. Quizá este sistema funcione en democracias consolidadas, pero culturalmente no es adecuado para Panamá.
Por ello, se debe convocar a una constituyente para rehacer las reglas del juego, de modo que existan mayores controles. Los presidentes no deben sentir que están por encima de la ley; deben rendir cuentas ante alguna entidad independiente, fortaleciendo así el sistema de pesos y contrapesos.
El autor es diputado por libre postulación del circuito 13-1 (Arraiján).


