El reto de la educación en Panamá: más allá de la firma

El sistema educativo panameño atraviesa una crisis estructural que exige una transformación profunda y no solo negociaciones coyunturales ni acuerdos sindicales. Las cifras oficiales revelan la magnitud del desafío: en 2023, 9,145 estudiantes abandonaron las aulas, representando el 0.9% de una matrícula total de 944,000 alumnos. Aunque la deserción disminuyó a 2,500 estudiantes durante 2024, el problema trasciende estas cifras.

La realidad es aún más preocupante. Según Unicef, aproximadamente 100,000 niños, niñas y adolescentes entre 5 y 20 años están fuera del sistema educativo, la mayoría sin haber completado ningún nivel educativo. Un estudio de Jóvenes Unidos por la Educación y la Fundación para el Desarrollo Económico y Social de Panamá advierte que el país ha perdido más de 490 días de clases entre 2020 y 2025, generando consecuencias devastadoras como que 20,731 estudiantes repitieron el año, 26,349 reprobaron alguna materia y 36,714 participaron en programas de recuperación académica.

Los desafíos de exclusión son mayores en las comarcas indígenas, especialmente en la Ngäbe Buglé. Esta disparidad geográfica se agrava por la infraestructura deficiente: la ministra de Educación reconoció ante diputados que existen 340 escuelas rancho en el país, una realidad que perpetúa la inequidad educativa. Las principales causas de deserción incluyen barreras económicas, deficiencias académicas, desintegración familiar, falta de valoración de la educación y, significativamente, que el 30% de quienes abandonan la escuela lo hacen porque no hay una escuela cercana.

El Ministerio de Educación (Meduca) carece de la arquitectura técnica especializada para abordar esta compleja crisis multidimensional. Se requiere conformar equipos multidisciplinarios que integren pedagogos especializados en recuperación de aprendizajes, psicólogos educativos, nutricionistas, trabajadores sociales, especialistas en tecnología educativa y expertos en gestión pública. Sin esta estructura especializada y la implementación de la descentralización, cualquier plan de recuperación educativa estará condenado al fracaso o producirá resultados fragmentarios e insostenibles.

Un obstáculo fundamental es la ausencia de sistemas de información educativa confiables. Desde el inicio de las recientes interrupciones, las autoridades no han ofrecido datos precisos sobre deserción estudiantil, participación docente en paros ni impacto real en los aprendizajes. Las cifras oficiales han variado constantemente, evidenciando la fragilidad del sistema de monitoreo y la necesidad urgente de implementar mecanismos de seguimiento robustos que permitan el monitoreo continuo de matrícula, asistencia, progreso académico y bienestar estudiantil por región educativa.

Para 2025, el gobierno ha asegurado que el 7% del Producto Interno Bruto se destina al sector educativo, cumpliendo con la Ley No. 362 de 2023. Sin embargo, como señaló la ministra de Educación: “En este momento, yo podría tener el 10% del PIB, pero si seguimos con la estructura actual, seguirán cobrando los muertos y seguiremos vendiendo títulos”. Esta reflexión subraya que el aumento presupuestario, aunque necesario, no garantiza la mejora de la calidad educativa sin reformas estructurales profundas.

Para iniciar cualquier proceso de recuperación, se requiere una evaluación nacional integral que determine el estado actual de los aprendizajes estudiantiles. Esta evaluación debe trascender las pruebas tradicionales e incluir competencias socioemocionales, habilidades para la vida, capacidades de pensamiento crítico y adaptabilidad tecnológica. Los educadores necesitan capacitación continua especializada en estrategias de enseñanza remedial, evaluación diagnóstica y diseño de planes de nivelación académica para el manejo de grupos heterogéneos.

La educación en Panamá necesita una revolución estructural que coloque al estudiante en el centro del proceso formativo. Esta transformación debe garantizar trayectorias educativas completas, mejorar sustancialmente la calidad de los aprendizajes y establecer sistemas permanentes de evaluación y transparencia. La participación activa de toda la comunidad educativa es esencial: padres, estudiantes, educadores, sociedad civil y sector privado deben construir un cambio sostenible que trascienda los ciclos políticos.

Los acuerdos deben constituir únicamente el punto de partida de una reforma profunda que garantice que cada niño y joven acceda a una educación de calidad, independientemente de su origen socioeconómico o ubicación geográfica. Solo mediante esta transformación integral podremos saldar la deuda histórica con las futuras generaciones. La pregunta fundamental permanece: ¿cuándo las autoridades del Meduca hablarán realmente del derecho a una educación con calidad y equidad como prioridad absoluta?

El autor es miembro de Jóvenes Unidos por la Educación.


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