Desde la reversión del Canal de Panamá a manos panameñas, hace 25 años, ya existía un vínculo indivisible con el país al pensar en esta obra y su modelo de gestión como una ficción jurídica, entendida como una construcción legal e institucional única que permitió su existencia, operación y soberanía bajo un régimen especial, distinto al resto del orden jurídico nacional.
Pero justo lo que la hace diferente es lo que la convierte en una pieza invaluable dentro de la institucionalidad panameña, principalmente por el hecho de que hoy sus atributos no surgieron por generación espontánea, sino de la ciencia, la técnica y el sentido común de un conjunto de panameños que, consensuando criterios y deponiendo intereses, pudieron definir una hoja de ruta en los Diálogos Panamá 2000, que permitió diseñar toda su estructura y funcionamiento: una institución del Estado de la cual hoy nos enorgullecemos como nación.
Bajo este fundamento sui géneris, dibujado sobre un lienzo de soberanía, se desarrolló el primer modelo de administración hecho a lo panameño, en el que el denominado bien común ha sido la esencia del contrato social establecido con la población desde los albores de la naciente administración de la vía acuática.
Este bien común —que significa lo bueno, lo valioso, lo que pertenece a todos— ya estaba representado desde la Constitución Política de Panamá, Título XIV, en su artículo 315, como patrimonio inalienable de la Nación panameña, lo que implicaba desde su génesis un vínculo profundo con la identidad nacional. En correspondencia, su Ley Orgánica 19 de 1997, en cuyo preámbulo se define al Canal como pilar del desarrollo humano y socioeconómico del país, abierto a la participación sin discriminación alguna, introdujo sabiamente valores de inclusión, equidad y justicia social.
Los arquitectos del nacionalismo panameño no escatimaron esfuerzos en blindar cada vez más la vía, al reconocer en su artículo 6 la responsabilidad ambiental de la Autoridad sobre la cuenca hidrográfica, promoviendo la coordinación con organismos gubernamentales y no gubernamentales.
Era un desafío sin parangón, que implicaba una gestión participativa y sostenible. Así lo expresó uno de los negociadores del Tratado del Canal de Panamá, el Dr. Adolfo Ahumada, durante un conversatorio en el icónico Centro de Capacitación Ascanio Arosemena, al afirmar que “no se blindó el Canal, como mal se ha dicho, para protegerlo de los panameños; se aseguró que sus contribuciones al país fueran sostenibles bajo un concepto de rentabilidad, justicia redistributiva y equidad social.”
Como en los años noventa, hoy el cuidado es el mismo, e incluso mayor. Por ello, el efecto de demostración de la capacidad de organización de las comunidades de la cuenca del Canal —como ocurre hoy en la denominada cuenca tradicional— es una carta de presentación de que, en proyectos de elevado valor nacional, el Canal de Panamá es, en todo momento, un espejo que refleja el rostro humano de las poblaciones.
En el caso del lago que se proyecta para Río Indio, no se trata solo del cumplimiento de normas nacionales o internacionales que obligan al Canal a realizar un desarrollo sensible y coordinado con las comunidades.
Es que la naturaleza del Canal de Panamá, desde el diseño de su modelo, ya había incorporado en su ADN el valor de la gente y el valor del ambiente como unidades indivisibles que debían ser protegidas y promovidas; precepto bajo el cual siempre se ha entendido que solo si el desarrollo es sostenible, puede llamarse desarrollo.
En una ocasión, durante una entrevista, le preguntaron a la madre Teresa de Calcuta qué era lo más importante en su vida, a lo que ella respondió: “la entrevista que estoy teniendo con usted en este momento”.
Dicen que nadie experimenta por cabeza ajena; por eso, hoy una conversación horizontal es necesaria y cada vez más posible. Y qué mejor que sostenerla con los actores principales —sus verdaderos protagonistas: la población. Porque no basta con hablar; hay que estar dispuesto a cambiar de opinión si la razón lo exige.
Se cuenta que Jürgen Habermas, filósofo y sociólogo alemán, en una conferencia ante un gran auditorio, colocó frente a él una mesa redonda con varias sillas, pero no se sentó en ninguna. Durante su intervención, alguien le preguntó por qué nadie se sentaba en ellas, y él respondió: “porque la mesa representa el diálogo que aún no hemos tenido”.
Como en el relato de Agnes Gonxha Bojaxhiu, verdadero nombre de la madre Teresa, quizás esta sea la conversación más importante que aún no hemos tenido y que sigue latente, esperando por nosotros.
El autor es coordinador de la Memoria Histórica del Canal.


