Como joven panameña, cada mañana al despertar no solo enfrento el estrés escolar o las prisas del día a día. También enfrento algo que no siempre se ve, pero que sí se siente: el ruido.
Un constante eco de bocinas, máquinas de construcción y música a alto volumen. ¿Y quién no ha usado audífonos demasiado fuertes? ¿O ha estado en un parking donde las bocinas compiten por ver cuál suena más? La pregunta es: ¿realmente somos conscientes de lo que esto provoca en nosotros?
La contaminación acústica es un problema invisible que afecta nuestra salud física y mental sin que lo notemos. Este ruido constante no solo interrumpe el descanso o la concentración: también puede causar insomnio, estrés crónico, irritabilidad, agresividad, pérdida auditiva e incluso problemas cardiovasculares.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que cualquier sonido por encima de los 65 decibelios se considera ruido, y que se vuelve dañino a partir de los 75 dB y doloroso desde los 120 dB. Además, advierte que millones de jóvenes y adultos están en riesgo de perder la audición por el uso prolongado de dispositivos a volúmenes altos y la exposición constante a ambientes ruidosos.
A inicios de 2025, la OMS alertó que más del 5% de la población mundial —incluidos 34 millones de niños— requiere rehabilitación para corregir una pérdida de audición discapacitante. Y la proyección para 2050 es aún más grave: más de 700 millones de personas (una de cada diez) vivirán con esta condición (OMS, “Sordera y pérdida de audición”).
¿Y Panamá? No escapa de esta realidad. Según el artículo “Contaminación acústica en el campus de la USMA”, publicado en la Revista Académica USMA en 2017, más de 300 mil habitantes de la capital están afectados directa o indirectamente por los ruidos urbanos e industriales. Entre las principales fuentes: el tráfico, las obras públicas, la industria y el uso irresponsable de altavoces o audífonos personales.
Existen normativas, como la Ley 751 de 2023, que fija límites al ruido en espacios públicos y privados. El problema es que la mayoría desconoce que puede denunciar el ruido excesivo, lo que convierte a este mal en algo normalizado y “común”. Hemos aceptado el ruido como parte de la vida diaria: en el transporte, en la calle e incluso dentro de nuestras casas. Peor aún: lo hemos asociado con diversión, seguridad o vitalidad, como si la paz mental fuese un lujo y como si alguien debiera soportar el volumen excesivo de otro en nombre de la “tolerancia”.
Aun así, hay iniciativas que empiezan a cuestionar esa realidad. Un ejemplo es Muteando, un proyecto del Laboratorio Latinoamericano de Acción Ciudadana (LLAC) 2025, que busca educar, sensibilizar y combatir la contaminación acústica en comunidades y escuelas. No solo visibiliza el problema: también empodera a las personas con herramientas para tomar acciones concretas frente al ruido.
No se trata de pedir silencio absoluto ni de prohibir la música, sino de cambiar mentalidades, entender nuestros derechos y asumir responsabilidades colectivas. Pequeños cambios en nuestros hábitos pueden marcar la diferencia. Porque el ruido excesivo no es alegría ni seguridad: es un problema de salud pública que nos afecta a todos.
Es momento de actuar, educar, exigir y reflexionar: ¿cuántas veces justificamos el ruido con excusas culturales? ¿Es realmente necesario usar una bocina a todo volumen en la calle?
El ruido no solo interrumpe; también lastima. Aunque no lo veamos, está ahí, enfermándonos en silencio, cada día.
La autora es egresada del Laboratorio Latinoamericano de Acción Ciudadana 2025.

