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El sentido de la toga, según los derechos humanos

En una nación donde la mayoría de la población subsiste con salarios precarios y pensiones insuficientes, el ominoso y fallido acuerdo de los magistrados de la Corte Suprema de establecer para sí mismos una jubilación especial del 100% de su último salario generó, y aún genera, profunda indignación y desconfianza, a pesar de su parcial reversión el día de ayer. Tal jubilación, percibida con justa razón como un privilegio totalmente indebido, no solo contravenía principios fundamentales de justicia y equidad, sino que también vulneraba estándares internacionales de conducta judicial y ética pública.

En lo que sigue, presento de manera sucinta varios argumentos que muestran cómo el fallido acuerdo de la Corte Suprema era legalmente incongruente y moralmente reprobable, además de inaceptable tanto social como políticamente según la normativa internacional en materia de derechos humanos.

La concepción del poder como un mandato “fiduciario” (es decir, uno en que ponemos nuestra confianza) constituye la piedra angular del Estado de Derecho. Desde Locke, se entiende que la autoridad pública no es una propiedad personal, sino un encargo delegado por la comunidad para la administración del bien común. La función judicial es un servicio esencial para la protección de los derechos humanos y el mantenimiento del orden social. Cuando los magistrados utilizan su posición para fijar sus propias condiciones económicas en términos que exceden flagrantemente la realidad social y los principios de proporcionalidad, se produce una ruptura irreparable de este fideicomiso. No solo se trata de un conflicto de interés, sino de una traición a la esencia del servicio público y al pacto de confianza entre el Estado y sus ciudadanos. La independencia judicial, aunque crucial, no puede ser invocada para justificar privilegios que socavan la legitimidad de la institución que se pretende proteger.

Los Principios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, estándar ético global para los jueces, establecen en su Principio 4 que “un juez debe evitar cualquier conducta, dentro o fuera del tribunal, que pueda dar lugar a una percepción de impropiedad o de privilegio indebido”. Otorgarse a sí mismos una jubilación especial del 100% genera precisamente esa percepción. El poder judicial no es un cheque en blanco para beneficios desproporcionados.

La ética en el servicio público exige que el interés público sea la preocupación primordial de todo funcionario. El Código de Conducta para Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley, de la ONU, subraya la importancia de la integridad y la prohibición de decisiones que comprometan esa preocupación. La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción establece directrices para prevenir la corrupción y fomentar la integridad. En su artículo 7, señala que la remuneración de los jueces debe tomar en cuenta el nivel de desarrollo económico del país.

La autoconcesión de una pensión al 100% constituía un claro conflicto de interés, una forma de self-dealing en la que se utilizaba la posición de poder para obtener un beneficio personal directo. Este acto violaba el espíritu de la Convención contra la Corrupción e ignoraba la realidad económica del país. En un contexto donde la Convención busca prevenir prácticas indebidas y consolidar la integridad, la decisión de los magistrados consolidaba una desigualdad flagrante y generaba la percepción de que la justicia puede ser moldeada para favorecer a quienes la administran. La integridad judicial no se mide solo por la ausencia de corrupción penalmente sancionable, sino por la capacidad de actuar con prudencia y evitar cualquier apariencia de abuso de poder.

El principio de igualdad ante la ley es una norma cardinal del derecho internacional de los derechos humanos, consagrado en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El artículo 24 de la Convención establece que “todas las personas son iguales ante la ley”. La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha desarrollado este principio, señalando que cualquier distinción en el trato debe ser “razonable, proporcional y orientada a un fin legítimo” (cfr. caso González Lluy y otros vs. Ecuador, entre otros). La desproporción en los beneficios jubilatorios, sin una justificación objetiva y razonable, contraviene directamente el principio de igualdad y la obligación del Estado de garantizar la protección equitativa de la ley para todos. La Corte IDH ha sido clara en que las medidas que afectan los derechos económicos y sociales, como las pensiones, deben respetar los principios de razonabilidad y proporcionalidad.

El poder judicial está llamado a ser un faro de probidad y un ejemplo de rectitud. Los Principios de Bangalore arriba citados enfatizan que “la integridad es esencial para el adecuado desempeño de las funciones judiciales”. Esta integridad abarca la conducta general del juez y su capacidad de inspirar confianza pública. La autoconcesión de un privilegio económico desorbitado enviaba un mensaje funesto: que la ley puede ser interpretada para favorecer los intereses de quienes la aplican, socavando la autoridad moral de la justicia.

Nadie discute que los magistrados de la Corte Suprema deben gozar de una remuneración digna que igualmente garantice una pensión de vejez decorosa según nuestro sistema de seguridad social. Sin embargo, no se puede justificar un privilegio desmedido, especialmente en países con profundas desigualdades. La justicia, en su sentido más profundo, implica dar a cada quien lo que le corresponde, según criterios de equidad y proporcionalidad. Cuando un poder del Estado se muestra ajeno a las carencias que afectan a la mayoría, el ejercicio de la justicia pierde su razón de ser. En fin, la integridad de un magistrado se construye sobre la base de la confianza ciudadana, la transparencia, el profesionalismo y la rendición de cuentas. Ojalá que la toga mantenga su sentido como garante y protectora de la justicia y del interés público, en consonancia con los derechos humanos.

El autor es docente.


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