En Panamá, quienes logran avanzar con esfuerzo propio parecen cometer un delito social. Su éxito, lejos de inspirar, provoca incomodidad, murmullos y, a veces, una amargura casi teatral. Resulta paradójico que progresar con ética y dedicación se perciba como amenaza, como si la luz de unos pudiera opacar a todos los demás. Este fenómeno tiene raíces profundas en nuestra historia y en la naturaleza humana, y aún hoy condiciona la manera en que percibimos el mérito y la movilidad social.
Durante la colonia, Panamá se estructuró como una sociedad jerárquica y excluyente. Los europeos y criollos concentraban poder, privilegios y educación, mientras los mestizos accedían apenas a oportunidades intermedias. Los pueblos indígenas y los africanos esclavizados quedaron relegados a la base de la pirámide social, sometidos a explotación sistemática. Este patrón consolidó una mentalidad en la que el éxito de unos despertaba recelo y desconfianza. Generaciones enteras aprendieron que brillar demasiado era arriesgado y que era más seguro conformarse con la mediocridad compartida que atreverse a destacar.
Este fenómeno no es responsabilidad exclusiva del sistema. La imperfección humana —la envidia, la resistencia al mérito y la tendencia a criticar— ofreció una oportunidad perfecta para que el sistema colonial, y luego las estructuras económicas y sociales modernas, profundizaran la desigualdad. La construcción del Canal de Panamá es un ejemplo evidente: de los 50,000 trabajadores, apenas 357 eran panameños, mientras la mayoría eran inmigrantes antillanos sometidos a condiciones extremas y segregación laboral. La obra consolidó la percepción de que avanzar no estaba al alcance de todos y que el éxito ajeno debía despertar recelo. La envidia se alimenta de estas imperfecciones humanas, y el sistema, lejos de ser neutral, las utiliza para mantener control y privilegios.
Hoy, Panamá sigue siendo uno de los países más desiguales de América Latina. El coeficiente de Gini en 2023 fue de 48.9, reflejando la brecha significativa entre ricos y pobres. Las desigualdades se evidencian en educación, salud y oportunidades, y están marcadamente influenciadas por factores históricos, sociales y culturales. La socióloga Esther Neira de Calvo señaló que la pobreza en Panamá no es solo una condición económica, sino también una cultura que se transmite de generación en generación. La falta de acceso a recursos limita las aspiraciones, y el progreso de quienes logran avanzar se percibe con recelo, especialmente entre quienes encuentran satisfacción en la envidia ajena.
La envidia hacia el éxito no es un problema individual ni exclusivamente estructural; es un síntoma de la interacción entre nuestras imperfecciones y un sistema que explota esas debilidades. Transformar esta dinámica requiere una educación que valore el esfuerzo y el talento como bienes colectivos, y que enseñe que ver brillar a alguien no disminuye a nadie, sino que abre posibilidades. Implica visibilizar ejemplos de éxito ético y arduo, y fomentar una cultura de reconocimiento donde la admiración sustituya la amargura y la competencia destructiva.
El sol no compite con las lámparas. Quien progresa no resta luz a los demás; simplemente ilumina su propio camino. Reconocer la raíz histórica de nuestra desigualdad y nuestras imperfecciones, cuestionar actitudes normalizadas y atrevernos a celebrar el mérito nos permite imaginar un país donde avanzar no sea un acto subversivo, sino motivo de orgullo colectivo.
Aquellos que viven incómodos con la luz ajena deberían mirar menos a los demás y dedicarse a encender su propia lámpara. La responsabilidad no recae solo en el sistema que limita, sino también en nuestra propia capacidad de resistir, reflexionar y actuar con ética. Como dijo Aristóteles, “el hombre que progresa por su propio esfuerzo se acerca a la virtud”, y ese brillo, que a tantos incomoda, es la chispa que puede inspirar un cambio auténtico en Panamá: individual, colectivo y necesario.
La autora es profesora de filosofía.

