Despertar en el Panamá real es abrir los ojos y sentir un hueco en el estómago. No es hambre. Es esa mezcla de frustración, impotencia y rabia contenida que provoca ver cómo el país se nos escurre de las manos, mientras quienes juraron servirlo juegan a repartirse sus restos.
En la Corte Suprema, magistrados que deberían ser guardianes de la ley la usan como escudo para beneficiar intereses privados. Se disfrazan de imparciales, pero el pueblo ya les vio la risa burlona detrás de sus fallos y acuerdos a la medida.
En la Asamblea, diputados que hace poco se juraron lealtad a sus bancadas y a sus electores hoy se venden al mejor postor, traicionando el voto que los llevó al poder. Cambian de aliado como quien cambia de sombrero, y en cada actuación dejan claro que su compromiso no es con el pueblo, sino con su propio bolsillo.
Fuera de esas oficinas aclimatadas, el país real sangra. El desempleo no se mide en porcentajes fríos ni en gráficas de PowerPoint; se mide en miradas perdidas en las paradas de buses, en la desesperación de quienes caminan con un folder lleno de hojas de vida y nunca reciben respuesta. Es el joven que, con un título universitario bajo el brazo, debe manejar Uber; la madre que vende empanadas desde la madrugada para pagar apenas la mitad de la renta; el padre que regresa a casa con las manos vacías y el estómago lleno de excusas para no preocupar más a su familia.
Ese vacío en el estómago no proviene solo de no tener qué comer, sino de la sensación de que el esfuerzo ya no garantiza nada. Es el hueco que deja la frustración de luchar cada día sin ver resultados, de sentir que el país entero está diseñado para que unos pocos se repartan las oportunidades, mientras al panameño de a pie se le culpa de la precariedad nacional. Y ese dolor no es silencioso: se lleva en la mirada, en los hombros caídos y en la voz apagada de una madre que le dice a sus hijos: “todo está bien”.
Pero cuando el pueblo intenta alzar la voz, el miedo aparece. Las protestas contra el gobierno se apagan antes de encenderse, no por falta de razones, sino por la sombra de las amenazas de los jueces. La represión y el hostigamiento no solo dispersan las calles: perforan la moral del ciudadano, lo aíslan y le hacen creer que está solo, agrandando aún más ese vacío.
Es el mismo vacío que siente el padre que oculta a sus hijos que no hay dinero para el almuerzo; el del joven que guarda sus sueños porque “la vaina está dura” y para él no habrá auxilio económico; el de la anciana que se resigna a vivir con una jubilación que no alcanza. Es un vacío que no surge del hambre física, sino de la certeza de que quienes tienen el poder no lo usan para gobernar, sino para estrangular.
Pero lo más peligroso no es la crisis, sino la costumbre. Ese “así es Panamá” que ya no indigna, que ya no provoca protesta y se convierte en anestesia colectiva. Porque cuando un pueblo normaliza la burla, el abuso y la traición, no es que deje de doler… es que ya lo vaciaron por completo.
¿A dónde quiere llevar al país, señor presidente? Recuerde que un país vacío no necesita enemigos: se derrumba solo.
El autor es abogado.

