En los días previos a la Semana Santa, cuando la liturgia ya empieza a revestirse de recogimiento y el alma se prepara para el misterio pascual, llega el Viernes de Dolores. Esta fecha, celebrada el viernes anterior al Domingo de Ramos, tiene una belleza particular —a veces discreta, pero profundamente conmovedora—. Es el umbral sagrado por donde asoma el sufrimiento redentor, con María como figura central del dolor, la esperanza y la fidelidad absoluta.
En muchos rincones de América Latina y España, el Viernes de Dolores se vive con una devoción silenciosa que contrasta con la grandiosidad de las procesiones posteriores. En el Casco Antiguo de la Ciudad de Panamá, donde las piedras antiguas y las fachadas coloniales guardan ecos de siglos de fe, esta conmemoración adquiere un tono íntimo. La imagen de la Virgen de los Dolores, ataviada con su manto oscuro y su rostro sereno y herido a la vez, sale en procesión entre cirios, rezos y cantos, acompañada por fieles que caminan con pasos lentos y corazones abiertos.
No se trata solo de una manifestación religiosa, sino de un encuentro profundo entre la historia, la estética y lo espiritual. En este día se hace palpable esa dimensión de la fe que abraza el sufrimiento sin dejarse vencer por él. María, al pie de la cruz, representa a todas las madres que han llorado por sus hijos, a todas las personas que han atravesado la pérdida y, sin embargo, han seguido creyendo, amando, esperando.
El Viernes de Dolores también invita a la contemplación. En las iglesias se reza la Corona Dolorosa o los Siete Dolores de María, meditaciones que permiten comprender la grandeza del corazón materno que acompaña a Jesús hasta el final. Es una espiritualidad tierna, que no grita, pero que transforma. Una espiritualidad que enseña que el dolor, cuando se vive con amor, puede ser fecundo.
Para quienes viven esta fecha con profundidad, el Viernes de Dolores es como una puerta que se entreabre hacia los misterios de la Semana Santa. Es un susurro antes del clamor, una lágrima antes del canto, una vela encendida en la oscuridad que anuncia la luz del Domingo de Resurrección.
En un mundo que a menudo huye del sufrimiento, el testimonio de María nos recuerda que acompañar, estar presente, permanecer fiel, también es una forma de redención. Y que en el corazón del dolor puede germinar la esperanza.
Así, entre incienso, oraciones y el repique de las campanas antiguas del Casco, el Viernes de Dolores se convierte en una cita con lo eterno: una oportunidad para detenerse, mirar al cielo con el alma desnuda y decir, como María: “Hágase en mí según tu palabra.”
#TodosSomosUno
El autor es Caballero de la Orden de Malta.
