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Entre dogmas y promesas políticas: el proselitismo panameño

El año 2025 ha sido el escenario perfecto para el activismo desenfrenado en torno a los llamados “políticos diferentes”, quienes tratan de convencer a las masas —a veces a punta de gritos y pataletas— de que su causa política es la consecuencia directa de los daños estructurales que han existido dentro del sistema. El proselitismo político tiene muchas similitudes con el religioso, especialmente cuando las figuras políticas buscan aparentar ante posibles nuevos seguidores que han llegado a “salvar” a las masas, irónicamente, de sí mismas. No hay que ser un genio para darse cuenta de que aquellos que agitan las aguas calmadas solo quieren asustar a las personas para que crean que existen problemas más profundos de los que parecen y que, de no ser por la “desinteresada” intervención de ellos mismos, el país no tendría futuro.

El mayor problema de los panameños, como sociedad en general, es el juega vivo y la corrupción sistematizada, presente incluso en las coyunturas más pequeñas de nuestro tejido social. No obstante, aunque siempre hablamos de cuánto nos afecta, olvidamos que, como un ciclo vicioso que nos consume, esta corrupción se ha arraigado en cada fibra de nuestra identidad social, y desprendernos de ella requiere un esfuerzo y una voluntad inexorables. Ese problema, sin embargo, no es uno que pueda resolver un supuesto mesías político.

Describir la evolución de la sociedad panameña es más complejo de lo que podríamos prever. Parece ayer cuando, durante mi infancia, las campañas políticas eran menos deshonestas, el civismo más cohesionado y el significado de patria le daba mayor sentido a nuestros esfuerzos. El juramento a la bandera parecía tener un valor vinculante. Hoy, los políticos pronuncian juramentos que no piensan cumplir, ante un Dios en el que probablemente no crean y frente a ciudadanos a quienes seguramente ven solo como un número más cada cinco años. El sentido de pertenencia a nuestras comunidades parece haberse desvanecido entre el constante desinterés de la población y la ausencia de voluntad para luchar por un Panamá más justo, equitativo y realmente desarrollado.

Parece ayer cuando el país confiaba más en el trabajo arduo de sus habitantes para llevar las riendas de la nación, en lugar de depositar esperanzas en las palabras vacías de políticos que ya están armando sus estrategias para reelegirse en 2029, porque el poder, en manos equivocadas, es adictivo.

Estas son algunas de las manifestaciones de la maquinaria política que sostiene este tipo de proselitismo. No se trata de una simple campaña o propaganda política, sino del objetivo de sumar ciudadanos a una supuesta causa justa que, en realidad, es su misma opción electoral una y otra vez. En algunos casos, argumentan que el cambio les ha tomado mucho tiempo; en otros, que aún no han sido electos pero que el cambio “viene en camino”. Los proselitistas buscan embaucar a los ciudadanos, torciendo la verdad y la razón, antes de que ambas logren advertirles del peligro de elegir sin pensar.

La persuasión ha estado presente en el día a día de los panameños. Tras un minucioso análisis de las eventualidades sociales y públicas, nos encontramos con lo que podrían considerarse campañas adelantadas, disfrazadas de sesiones informativas y proyectos sociales que erosionan la conciencia y la cordura colectivas. No cabe duda de que el alto voltaje emocional de estas jugadas, que rayan en el populismo, fragmenta aún más la política panameña. Esto causa un problema de la política, no con la política, pues sigue existiendo una mayoría que sabe que es su responsabilidad votar, mientras que la minoría que no lo hace actúa movida por la apatía hacia una clase política que sigue resultando electa.

El proselitismo político excesivo tiende a dividir aún más a los panameños: unos “a favor” y otros “en contra”; unos que son parte del mal y otros que se asumen como víctimas, sin que existan responsables claros en ningún punto del espectro. Esto debilita la cohesión social y fomenta la intolerancia frente al pragmatismo político, reduciendo todo a dogmas que generan mayor dependencia de terceros y desincentivan el desarrollo autónomo de la sociedad y de sus individuos.

El resultado de estas disfunciones sociopolíticas es el desplazamiento de causas genuinas, pues los políticos han convertido iniciativas sociales y nacionales en plataformas de promoción personal, desviando la atención de su fin original. Ese hospital “es gestión suya” o esa carretera “es gracias a su infinita bondad”.

Hemos normalizado estas prácticas proselitistas antiéticas hasta verlas como inevitables, empujando a los panameños a percibir las decisiones públicas como poco realistas o desconectadas de los problemas del país, lo que erosiona su percepción de la democracia. Sí, los políticos deberían tener la mayor responsabilidad en la sociedad, porque las decisiones políticas nos afectan a todos y a cada uno de los ciudadanos. Por ello, los mejores y más competentes deberían ser electos para tomar esas decisiones. En palabras de Cayetana Álvarez de Toledo: “La razón necesita representación, y la necesita de forma urgente”. La participación —directa o indirecta—, el hacer política, ser política y formar parte de la política, ya sea hablándola, debatiéndola o llevándola a donde no ha llegado, puede ayudarnos a enmendar los daños que el proselitismo y el populismo han causado a nuestra sociedad y a nuestra democracia.

El autor es internacionalista.


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