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Entre escudos y olvidos

A mi regreso de México hace unos meses, me abordó una sensación que no esperaba: una envidia cultural profunda. No del tipo mezquino ni competitivo, sino de esa que se instala cuando, al comparar, se descubre todo lo que le falta a su propio país para reconocerse y proyectarse con dignidad.

Allí, todo es símbolo. Desde que desciendes del avión, te encuentras con un desfile de referencias que no requieren explicación: el mariachi como estandarte emocional, el sombrero de charro como ícono de raíz y pertenencia, la Virgen de Guadalupe como amparo identitario. Los colores, los olores, las texturas… todo transmite arraigo, orgullo, continuidad. La música, el cine, la gastronomía, la manera de hablar… no son solo expresiones: son columnas vivas de una identidad construida con paciencia y decisión.

¿Y Panamá? Después de 121 años de vida republicana, ¿qué símbolo nos define más allá del escudo, el himno, la bandera o el Canal?¿Qué referente visual, sonoro o emocional convoca nuestra diversidad y nos representa con fuerza ante el mundo?

Sin duda, el Canal de Panamá es una de nuestras mayores proezas históricas y un símbolo nacional profundamente cargado de emoción, lucha y soberanía. Su construcción, defensa y reversión marcaron la fibra más sensible de nuestra identidad colectiva, e inspiraron canciones, poesías, murales, libros y discursos que han acompañado a generaciones de panameños.

Desde la infancia, su presencia nos recorre: está en nuestras escuelas, en nuestras memorias familiares, en los días patrios, en la conciencia histórica que nos define. Sin embargo, esa fuerza simbólica no ha sido integrada plenamente en una narrativa cultural proyectada con intención contemporánea hacia el mundo.

Nos ha faltado convertir el Canal —más allá del orgullo geopolítico— en un ícono sensible, reimaginado desde las artes, el diseño, el cine, la moda, la gráfica urbana… como lo han hecho otros países con sus grandes símbolos nacionales. Es infraestructura y legado, sí, pero también puede seguir siendo alma viva: una que debemos seguir narrando, reinterpretando y llevando con nosotros como símbolo emocional, cotidiano y exportable.

Panamá ha confundido su PIB con su identidad. Se ha privilegiado la imagen de modernidad económica por encima de la construcción simbólica y cultural.

Somos un país que habla con soltura de conectividad, de su hub logístico, de su liderazgo financiero, pero que carece de una curaduría simbólica que lo una por dentro y lo represente por fuera.Tenemos folclor, sí, pero sin un relato visual o sonoro consolidado. Tenemos trajes típicos, sí, pero no los hemos hecho memorables para el mundo.Tenemos una historia rica en matices culturales, pero carecemos de las imágenes y los sonidos que la sinteticen de manera coherente y emocional.Y lo más preocupante: nos falta una estrategia nacional para recuperar, actualizar o proyectar nuestros símbolos.

La identidad simbólica de una nación no surge por generación espontánea. Tampoco se resuelve con gestos aislados ni con repeticiones escolares vacías.Requiere una voluntad concertada, una visión compartida, una política sostenida que entienda que, sin símbolos, no hay cohesión social, ni marca país legítima, ni diplomacia cultural verdadera —y lo anterior aplica también a los gobiernos locales y sus autoridades, que en muchos casos sufren de una miopía cultural devastadora—.

Es aquí donde surge una oportunidad histórica: la construcción simbólica de una nación no es una tarea solitaria ni un acto individual.Es una causa colectiva que requiere del talento de los creadores y del acompañamiento activo de las instituciones.

Hoy, Panamá cuenta con actores institucionales que podrían asumir ese liderazgo con visión:

  • La Autoridad de Turismo, que ha sabido posicionar nuestras bellezas naturales, debe impulsar también nuestros relatos culturales.

  • El Ministerio de Cultura, que ha fortalecido notablemente la infraestructura y la gestión cultural per se, debe dar ahora un paso decisivo hacia la narrativa simbólica nacional.

  • El Despacho de la Primera Dama, con su capacidad de conectar lo emocional con lo institucional, tiene el poder de liderar y convocar esta causa con sensibilidad y autoridad moral.

Juntos, estos tres organismos pueden tejer el mapa simbólico que aún nos falta: uno donde la indumentaria tradicional, los ritmos autóctonos, los personajes históricos, las lenguas originarias y los referentes populares encuentren un lugar digno, vigente y proyectable al mundo.

Y en ese contexto, convendría también reactivar la Comisión Nacional de Símbolos Patrios, que —en su momento— tuvo un sentido ceremonial, pero que hoy podría adquirir una misión renovada: dejar de ser solo custodio de protocolos y convertirse en un laboratorio creativo de identidad nacional.Una comisión reimaginada que no solo regule emblemas oficiales, sino que investigue, diseñe y proponga símbolos emergentes de la panameñidad contemporánea.Una instancia capaz de escuchar a los pueblos originarios, rescatar íconos urbanos, curar el archivo visual del país, trabajar con escuelas de arte, con sociólogos, lingüistas, diseñadores, y con quienes conocen la emoción colectiva desde adentro.

Porque si no somos nosotros quienes contemos nuestras historias, con toda seguridad otros lo harán, y quién sabe de qué manera.Y cuando eso ocurre, el relato pierde alma, y con ella, el sentido.

Panamá no necesita calcar íconos ajenos.Tiene los suyos: dormidos, dispersos, desatendidos… pero vivos.Solo hace falta decisión y visión para rescatarlos.

Porque solo lo que se simboliza, se recuerda.Y solo lo que se recuerda, existe.

Escritor, cronista y gestor cultural panameño.


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