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Entre la lucha y la pérdida: las aulas en pausa

La situación que atraviesa actualmente el país, si bien no ha escalado a niveles alarmantes, debe interpretarse como una señal clara del creciente descontento nacional. Cuando estas inquietudes no son atendidas de manera oportuna y efectiva, aumenta el riesgo de que surjan protestas prolongadas que, entre otras consecuencias, paralicen el sistema educativo.

Claro que me preocupa mi futuro y la posibilidad de envejecer sin un trabajo ni una jubilación que me permita vivir con dignidad. Me inquieta vivir en un país que no protege su naturaleza o que pueda ceder su soberanía ante intereses externos. Pero no creo que estemos condenados a la resignación. Tenemos la responsabilidad de actuar.

Lamentablemente, cuando estas situaciones ocurren, uno de los sectores más afectados, además del económico, es el educativo. Por eso debo visibilizar una realidad que muchas veces se omite o se minimiza. Las protestas y movilizaciones sociales son, sin duda, expresiones legítimas de una ciudadanía que exige respuestas y cambios. Sin embargo, cuando esas protestas derivan en huelgas prolongadas del sector docente, la educación se convierte en una de las grandes perjudicadas. Las aulas se detienen, los aprendizajes se estancan y el futuro de miles de estudiantes queda en pausa.

El impacto acumulado de las interrupciones educativas que ha enfrentado Panamá en los últimos años hace aún más urgente atender el tema. Durante la pandemia de la covid-19, el país lideró el ranking mundial de cierres escolares, con 211 días sin clases presenciales entre marzo de 2020 y febrero de 2021. En total, las escuelas permanecieron cerradas por casi dos años. A ello se sumaron una huelga docente de aproximadamente un mes en 2022 y una suspensión de clases de al menos cuatro semanas en 2023 debido a las protestas contra el contrato minero. Se calcula que, entre 2020 y 2023, los estudiantes panameños perdieron entre 445 y 460 días de clases presenciales, una de las cifras más altas a nivel global.

Más alarmante aún es que, según una encuesta de Unicef, apenas el 53% de los hogares panameños reportaron haber recibido algún tipo de educación a distancia durante los cierres escolares, lo que revela una grave brecha de acceso a la educación remota.

No existe otro ámbito con un impacto tan determinante, no solo porque afecta directamente a los estudiantes que hoy se encuentran en clases, sino porque muchas de sus consecuencias solo se evidenciarán con el paso del tiempo. La pérdida de tiempo de aprendizaje genera efectos acumulativos que pueden repercutir de manera significativa en el desarrollo académico y personal de los estudiantes a lo largo de los años.

Uno de los principales desafíos en la gestión de estas crisis es la limitada capacidad de representación efectiva por parte de los gremios. En contextos donde los sindicatos —no solo del sector educativo, sino también de áreas como la construcción, la salud o el sector bananero— carecen de una clara coordinación, las huelgas tienden a convertirse en conflictos prolongados, sin canales eficientes de diálogo ni mecanismos adecuados de negociación.

Mejorar los mecanismos de diálogo social no puede seguir siendo una promesa lejana, sino una prioridad concreta para prevenir y atender las crisis educativas con visión y compromiso. Miles de estudiantes aún luchan por alcanzar los niveles de aprendizaje esperados para su edad.

El gobierno no puede seguir aferrado a posturas rígidas ni cerrarse al diálogo frente a los reclamos sociales. Buena parte del descontento ciudadano responde, precisamente, a la forma en que se gestionan estas situaciones. Una democracia auténtica no se mide solo por la celebración de elecciones, sino por la capacidad de sus instituciones para escuchar activamente las voces del pueblo y responder con sensibilidad y apertura. Saber cuándo escuchar y actuar en consecuencia es también un signo de liderazgo responsable. Incluir a las diferentes organizaciones no solo es un acto de justicia, sino una estrategia necesaria para construir consensos duraderos. Solo a través de una participación real y constante podremos hablar de políticas sostenibles y de una educación verdaderamente comprometida con su presente y su futuro.

El autor es miembro de Jóvenes Unidos por la Educación.


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