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Érase una vez Silvina, la poeta

Hay algo de crueldad de la crítica cuando se aborda la obra de la menor de las Ocampo. «La hermana» de, «la esposa» de, «la amiga» de, suelen ser los ornamentos que anteceden a frases donde se le menciona.

Silvina Ocampo nace en Buenos Aires, Argentina, el 28 de julio de 1903 y fallece el 14 de diciembre de 1993. Fue la menor de las seis hijas del matrimonio conformado por Manuel Silvio Cecilio Ocampo y Ramona Aguirre Herrera; este es el orden de la descendencia: Victoria, Angélica, Francisca, Rosa, Clara María y, ella, la última, Silvina. Tan importante ha sido este lugar para ponderar su obra que, más allá de lo dicho o escrito, la fascinante escritora Mariana Enríquez bautizó una obra suya de la siguiente manera. La hermana menor, que inicia de la siguiente manera: «Silvina se trepa al cedro del parque por la tarde, cuando la familia duerme. Es verano y todas las ventanas de la casa están cerradas, para que no entre el calor. Si los mayores supieran que está ahí, sentada sobre una rama, comiendo terrones de azúcar con limón, la harían bajar y la castigarían.»

Silvina, en una rama, arriba de un árbol, en un jardín (los árboles no dejarán de ser parte de su obra, en múltiples maneras), fue narradora, antologadora, traductora, ensayista, pintora y poeta. Ex profeso colocamos poeta de último, porque es en esa rama donde nos detendremos, un poco más, durante este paseo. No ha de ser fácil ser la más reciente en pisar las huellas de la posteridad. Ciertamente, Silvina era la hermana y también la esposa de dos grandes: hermana de Victoria Ocampo (escritora y fundadora de la revista Sur), y esposa de Adolfo Bioy Casares, escritor y amigo de Jorge Luis Borges. Silvina también pintaba. En sus inicios viajó a Paris, aspirando tomar clases con Picasso; las recibió de Giorgo de Chirico y, en algún momento, dejó de pintar.

Emecé Editores publicó sus libros de poesía en dos tomos, añadiendo traducciones realizadas y aquellas publicaciones que aparecieron en antologías y revistas. Pero volvamos al jardín, ese que los contiene a todos: la poesía. Ese ámbito donde el color parece haberse desprendido de una flor, o la verdad anida en el fondo de algún poema. La relación con las flores y con los sentidos se respira en la música, pero también en las calles, las veredas, las facetas de los habitantes del Río del Plata.

Silvina dialoga con la naturaleza, especialmente, en su poética. Hay una necesidad de la naturaleza en esa sucesión de odas, a los jardines y a las plantas. Jazmines, magnolias irrumpen en las líneas que definen la temperatura de la existencia y la lucha de contrarios. Naturaleza, vacío, crueldad, belleza, comunicación y conocimiento, todo está allí, en lo escrito.

Eduardo Paz Leston, crítico literario y traductor, la conoció de cerca: Silvina «es una especie de diosa de los parques.» Los bosques de Palermo plantean una duda existencial: ¿Qué es la belleza? La pregunta que prosigue es: ¿Qué es el amor? Esa disolución y transfusión de afectos aparecen en sus versos. Se trata de una búsqueda primigenia, a la que no mueve una respuesta certera: es una búsqueda, porque Silvina es poeta y, en sus versos, filósofa. Se vale de simbolismos, de lugares, del ámbito que escruta para traducirlo con los sentidos.

En su poesía es posible encontrar varios elementos bien definidos, que se bifurcan y expanden, dependiendo de la época y la obra. También es posible encontrar la dimensión mítica, interpretar sus versos desde ese ángulo.

Su primer poemario, Enumeración de la patria (1942) fue distinguido, con el Premio Nacional de Poesía en 1962, veinte años después. Cada verso en este poema es un cincel que, para lograr la perfección, golpea, corta, horada aquí la materia; es una fenomenología de la patria, en su geografía, en su historia, su idiosincrasia, la forma en que la autora describe cada expresión de la cultura y la cotidianidad, pero también, la belleza y el amor por el terruño.

Los jardines de Buenos Aires, como los versos de Silvina, están poblados de criaturas, entre ellas, mariposas. Las mariposas comunes nos remiten al universo femenino, a nombrar el origen y su esplendor. Las flores rojizas o anaranjadas se empeñan en romper la armonía del azul sobre la tarde. En un formidable poema titulado Siesta, Silvina advierte: En las glorietas, en las verdes fuentes, /con avidez angélica o satánica/inventaban complejas y pacientes/muertes, infinitesimales mundos, /laberintos de pétalos profundos.

Las antípodas se encuentran en esos pétalos que la autora nombra, en los seres alados que pueblan los jardines y las mentes, en la incertidumbre que deja el calor cuando la siesta atrapa los párpados. Otro poema, que lleva por título La metamorfosis es una prueba de ello: Entré por el jardín…/Ave , piedra o araña, quién soy. La autora nos ofrece tres presencias de todo jardín: ave, piedra o araña. La cuarta presencia es el espectador.

En ese mismo poema, lo orgánico despierta, cobra vida en su peso, dispersa sus pasos por las estancias, disuelve la rigidez, con precisas y preciosas imágenes, Silvina entona una canción de los sentidos: Los días de calor cuando cantaban/demasiado los grillos y el jazmín/se afligía, tus manos encerraban/con puertas respetuosas el jardín./ Rumores de abanicos aturdidos/vagaban por la casa. Y estos versos: ¿Qué haré sin ti cuando me encuentre un día,/en una casa de mampostería,/ entre floreros altos y escalones?/ ¿Algo me hará olvidar tus perfecciones (…)

La pregunta ahora sería: ¿qué es la verdad? La verdad es lo inasible. La verdad está en las manos, en los ojos, en las caras.

Silvina responde en ese poema intitulado Las caras: Las caras de los hombres que en mi vida he encontrado/me persiguen y viven adentro de mi espíritu./Las caras de los hombres que he encontrado en mi vida/

¿Qué es la verdad, Silvina? Ella nos señalará un jardín, una cara, un poema, una silueta que camina, la calle de la esquina, y, nuevamente, un jardín.

La autora es filósofa y escritora.


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