Con un enérgico contenido de detalles, el estudiante narraba cómo sus compañeros hacían sorna de su forma de ser.
Son muchas las historias de vergüenza que vivimos a nivel personal, cultural y social. Experiencias por racismo, condición social, migración, discapacidad, identidad de género, vejez, corrupción y así seguiríamos nombrando razones por las que el ser humano ha sido víctima de la burla, maltrato, atrocidades, experiencias todas que nos causan vergüenza, humillación y bochorno.
Estos hechos y situaciones que vivimos a raíz de una situación de vergüenza evocan sentimientos de fracaso, impotencia, inferioridad e incompetencia, y aun cuando veamos la vergüenza en otros, estos mismos sentimientos se evocan en nosotros mismos. Vincent de Gaulejac expresa: “La vergüenza es un sufrimiento social y psíquico particularmente doloroso”.
La vergüenza es una conducta humana social aprendida a través del intercambio de relaciones y es un sentimiento sensible y doloroso del que evitamos hablar. Normalmente ocultamos nuestra vergüenza detrás de una máscara de enojo, desprecio, superioridad y, o negación. La vergüenza implica desamor y un profundo sentir interno de que uno es malo. La vergüenza contamina la totalidad de la existencia. El psiquiatra Andrew P. Morrison, en su libro La cultura de la vergüenza: anatomía de un sentimiento ambiguo, la define como ese sentimiento de autocastigo que surge cuando estamos convencidos de que hay algo en nosotros que está mal, que es inferior, imperfecto, débil o sucio y va acompañada de inhibición y del convencimiento de un fracaso importante que, con frecuencia, genera el deseo de ocultarse o esconderse.
Por un instante, me pongo en el lugar de las múltiples experiencias que, en alguna medida, todos hemos presenciado; en el lugar de aquellas personas que se han visto salpicadas por escandalosas prácticas públicas; que están recluidas y, o detenidas; que sus familiares se excluyen socialmente por los señalamientos, ciertos o no, que emite la sociedad, y tristemente, -ellos mismos- me atrevo a asegurar que están atrapados en la negación.
Supongo que habrá muchos otros, que ocupan puestos públicos, callados y esperanzados en que no saldrán a la luz los hechos acaecidos y que, en la intimidad, viven aterrorizados por el miedo a enfrentar la penumbra de la vergüenza.
Pero mis palabras están encaminadas no al señalamiento, sino a la idea de sensibilizar a la población para que comprendamos cómo las prolongaciones de la vergüenza son como una telaraña: el individuo queda atrapado en una contradicción que desactiva su funcionamiento psíquico habitual, porque la situación lo desorganiza, lo inhibe, hasta llegar a destruir su capacidad de defensa.
Si nosotros los adultos no podemos identificarla, ¿cómo se sentirán los niños y adolescentes ante la vergüenza cuando ellos –en muchas situaciones- son los que pagan públicamente por los hechos que han realizado sus tutores? Solo aquel que es empático puede entender el daño que implantamos en ellos.
He presenciado y escuchado a jóvenes que, con su máscara de insensibilidad, agreden a otros jóvenes cuyos padres han estado involucrados en tejidos escabrosos. Atrapados en esta espiral de la vergüenza, forman una yunta el victimario, por gritarle de forma insensible -y quizás lo reconocerá años más tarde-, y la víctima, por no contar con los recursos para defenderse.
Aquí se cumple el cometido: ensañarse en el individuo, empujándole a que se instaure la vergüenza en su funcionamiento psíquica, alterando su identidad y creando reacciones para defenderse de ella.
Estamos claros de que existen figuras públicas que proyectan cinismo, se sonríen cuando les hacen preguntas y nos sorprende verlos hablar autoengañados.
No nos equivoquemos: estos sienten, en la profundidad de su ser, la vergüenza, y afloran así las reacciones defensivas, escondiéndola, intentando escapar de ella o bien disfrazándola con otros sentimientos.
El alcoholismo, el secreto, la burla o sorna, la soberbia, el desear esconderse bajo la tierra, revelan la existencia de la vergüenza.
Y si con una cálida mirada hacia adentro, nos preguntáramos cómo hemos enfrentado nuestras propias experiencias de vergüenza, por pequeña que sea la situación, es una oportunidad para sensibilizarnos y darnos cuenta de que la vergüenza la hemos experimentado todos.
El problema está en reconocer que, al vernos al espejo con el otro, la rechazamos y es innegable que “aquello que duele, nos cuesta admitirlo…”.
La autora es presidenta de la Fundación Piero Rafael Martínez de la Hoz.

