1972: Una comisión deliberadamente disfuncional, designada por el general Torrijos, engendró una nueva Constitución Política, y se decidió arbitrariamente que los 505 representantes de corregimientos serían los ‘constituyentes’. A golpe de escritorio, aprobaron a ciegas una nueva Ley Fundamental de la República, y los saberes del derecho constitucional tuvieron que someterse a lo que impuso el poder político de la época. Los comisionados y ‘constituyentes’ de entonces fueron el todo del laberinto institucional dentro del cual funcionó un barullo de ideólogos e inexpertos claramente prejuiciados o manipulados. Lo actuado en aquella ocasión nos ha condicionado durante 53 años, y aún subsisten algunas ideas riesgosas para el futuro sistema político de la nación.
Es muy productivo que haya un programa de alfabetización constitucional para todos los ciudadanos sin discriminación. Es así porque, como todos sabemos, al final la educación cívica de la ciudadanía y la comprensión de esta materia son las partes constitutivas del veredicto final. Para lograrlo, es preciso evitar que, en la marcha de este programa, se enquisten favoritismos en una dirección u otra; ello torcería la posibilidad de lograr un resultado apropiado. Lo que debemos buscar es un sosegado diseño de la doctrina, la estructura y, en fin, de los mínimos vitales de un orden de convivencia nacional. Esto es tema a considerar, por cuanto en poco tiempo no podremos cimentar muchedumbres capaces de comprender articuladamente preámbulos, dogmas, órganos y funciones de gobierno.
El razonamiento que flota en el ambiente es que el proceso constituyente debe ser democrático, y nadie puede estar en desacuerdo con eso. Aquella era de los dictadores militares ya pasó, y ahora nos merecemos ser libres para decidir nuestro propio destino individual y colectivo.
Pero… ¿qué hace que un proceso como el que buscamos sea democrático? La respuesta es una: que la voluntad popular sea lo que se refleje en el documento final. Son varios los caminos que conducen a ello, por lo que no se debe pensar que se llega solamente en una única dirección. En este contexto, lo indispensable es contar claramente con un mandato final proveniente del pueblo, y no asumir que el procedimiento democrático es tan solo un evento de competencia electoral irreflexiva.
En otras palabras, como el objetivo de ahora no es implantar una primera Constitución del Estado panameño, y tampoco una surgida de circunstancias políticas extraordinarias, no es razonable crear un embudo procedimental como cuestión fundamental del proceso. Por eso, presentar la dicotomía constituyente originaria/constituyente paralela como decisión previa para precalificar lo que pretendemos hacer en esta ocasión es un claro despropósito. Si la ciudadanía no conoce a fondo los mecanismos y posteriores efectos de ambas versiones, no sabrá qué es lo que más le conviene al país ni en qué dirección votarían sus constituyentes personales.
Siendo así, es sumamente valioso que se conozca anticipadamente un proyecto preparado por expertos claramente despojados de intereses sectarios; no es tiempo de votar primero y ver qué inventamos después. Esto último convertiría la participación de la ciudadanía en una exaltada, primitiva, fútil y destructiva pugna politiquera. Una nueva Constitución Política necesita normas rigurosas para los derechos individuales y colectivos, y sólidas garantías en aspectos procesales y de protección del patrimonio del Estado; en consecuencia, una contienda popular sin derrotero claro y legítimo sería el camino equivocado para el diseño del poder público y de su posterior ejercicio.
No parece que la constituyente paralela, como está diseñada, pueda impedir la participación activa y equitativa de la población. En su curso están presentes el debate público sobre el contenido, la transparencia, la protección de los derechos individuales y la postulación partidaria y libre para la escogencia popular de delegados y de constituyentes. Igualmente, de acuerdo con la actual Constitución, el resultado tiene que someterse a referéndum popular en un tiempo perentorio. Entonces, somos los ciudadanos los obligados a garantizar que el Tribunal Electoral estructure un mecanismo libre de desviaciones o limitaciones que haya sido discutido a plenitud. Esto es indispensable para procurar una fórmula idónea que le dé validez de origen a las decisiones que se tomen. Como he expresado al comienzo, la legitimidad de todo el proceso constituyente depende de la ratificación por el pueblo, sin concesiones, en un referéndum nacional.
Las transformaciones económicas y sociales, al igual que la reestructuración de nuestras instituciones y nuestros valores democráticos, no se pueden desconocer en esta nueva aventura. Solo pretendo mencionar aquí unas pocas cosas imposibles de formular en medio de una desordenada y obtusa campaña electoral en la que pugnarán férreos intereses. A título de presentimiento, veo una lucha sin cuartel de personas y organizaciones que intentarán apropiarse del proceso de redacción de la Constitución Política, impulsados por la ambición de dominación social, por la utilización de los codiciados recursos del Estado, por la retención de privilegios e inmunidades, por las reelecciones y por el afán de preservar las existentes válvulas de escape para la impunidad judicial. Ojalá no sea así.
El autor fue embajador ante las Naciones Unidas.
