En mis conversaciones con ciudadanos panameños —y también con personas de otros países— noto una reacción que hace una década era impensable: cuando se les pregunta si desean visitar Estados Unidos, la respuesta casi unánime es: “no se me ha perdido nada en ese país”. Lo que antes era un sueño compartido —viajar, estudiar o migrar a Estados Unidos— hoy es, para muchos, una opción descartada. ¿Qué ha cambiado?
Estamos viviendo una transformación silenciosa pero profunda: el declive del poder de atracción de Estados Unidos, no por debilidad militar o económica, sino por una pérdida de legitimidad emocional. Lo que está en juego no es su posición geoestratégica, sino su capacidad para inspirar, movilizar y conectar con las aspiraciones de las personas. Es lo que podríamos llamar la nueva geopolítica emocional del siglo XXI.
Durante buena parte del siglo XX, Estados Unidos ejerció un poder simbólico que excedía su territorio. Era el país de la libertad, la innovación, las oportunidades y la democracia. Ese imaginario colectivo moldeó generaciones enteras en América Latina, Europa, Asia y África. Pero en los últimos años, esa narrativa se ha resquebrajado.
Hoy, muchos perciben a Estados Unidos como una nación en crisis: polarizada políticamente, marcada por el racismo estructural, con violencia interna rampante y una política exterior incoherente. Las imágenes de niños migrantes enjaulados, las masacres escolares, los intentos de desestabilizar gobiernos electos y la indiferencia frente al cambio climático han debilitado su autoridad moral en el mundo. Ya no inspira; desconcierta.
Al mismo tiempo, han surgido polos alternativos de influencia. China, India, Turquía o Corea del Sur ofrecen modelos distintos de desarrollo, más pragmáticos y adaptados a las realidades locales. En muchos países —especialmente entre los jóvenes— la admiración por Estados Unidos ha sido reemplazada por una mirada crítica, incluso cínica.
Esto no significa que Estados Unidos haya dejado de ser una potencia. Lo sigue siendo. Pero su soft power —su capacidad de atraer por lo que representa— está en declive. Y eso cambia las reglas del juego global. La influencia ya no se mide solo en bases militares o acuerdos comerciales, sino en confianza, ejemplo y coherencia.
En Panamá, esta transformación también se siente. La relación histórica con Estados Unidos ha sido compleja, con momentos de cooperación y de conflicto. Pero hoy lo que predomina es una distancia emocional. Muchos panameños sienten que Estados Unidos ya no es un aliado comprometido, sino un actor distante, más preocupado por sus problemas internos que por fortalecer vínculos genuinos con sus socios tradicionales.
Esta geopolítica emocional importa. Porque el mundo ya no gira solo alrededor del poder duro: gira alrededor de las narrativas, los símbolos y las esperanzas colectivas. Y un país que deja de inspirar, inevitablemente, pierde relevancia.
Estados Unidos aún tiene tiempo para reconectarse con el mundo, pero necesita mirarse con honestidad, sanar sus fracturas internas y volver a ser un referente por lo que construye, no por lo que impone.
Mientras tanto, países como Panamá harían bien en diversificar sus alianzas, fortalecer su soberanía y construir una identidad nacional que no dependa de tutelas externas, sino de la confianza en sí mismos. Porque, en esta nueva era, los que lideran no serán solo los más poderosos, sino los que mejor comprendan los sentimientos de su tiempo.
El autor es exdirector de La Prensa.


