En este país prevalece una notable falta de disciplina cívica, particularmente entre aquellos que sirven en —o se sirven de— nuestras instituciones democráticas. No obstante, aún persiste una minoría significativa de ciudadanos panameños que poseen la madurez política necesaria para constituirse en un contrapeso efectivo durante las próximas elecciones generales de 2029. Sin embargo, el principal desafío democrático continúa siendo la movilización de una campaña cívica y electoral óptima, orientada a persuadir a un número suficiente de votantes para que ejerzan el sufragio de manera consciente y responsable. Dicha tarea implica promover el rechazo de las opciones clientelistas, incompetentes o carentes de méritos propios, que se amparan en el respaldo de figuras políticas que hablan en su nombre, entorpeciendo así la capacidad de los ciudadanos para discernir quiénes son realmente esos candidatos.
Un diagnóstico de nuestra cultura política
La jerarquización del poder, desde la época colonial, generó una sociedad dependiente de ese poder centralizado. No cabe duda de que Panamá, como sociedad, vive en una cultura política altamente paternalista, en la que los ciudadanos esperan que el Estado resuelva todos y cada uno de sus problemas, reduciendo así su capacidad de autodeterminación y su independencia individual. Tras la independencia del Reino de España, la separación de Colombia y el retorno de la Zona del Canal por parte de los Estados Unidos, las estructuras de poder no cambiaron lo suficiente, y persistió la noción de que la verdadera política —especialmente en lo económico— era asunto de las élites, pues, independientemente de a quiénes eligiéramos, siempre gobernaban los mismos.
Históricamente, Panamá ha sentido que las decisiones provienen del exterior. Durante el período en que fuimos parte de Colombia, la marginación política y económica del Istmo debilitó el sentido de pertenencia y la responsabilidad cívica local; quizás no al nivel actual, pero sí lo suficiente para influir en la identidad moderna del panameño. Posteriormente, con la influencia de los Estados Unidos sobre la antigua Zona del Canal, el país se sumió en un paralelismo social que fomentó una cultura de resignación. Estos eventos dieron paso a golpes de Estado, crisis institucionales y, eventualmente, a regímenes militares. Como resultado, la participación ciudadana fue manipulada y los espacios para el ejercicio democrático, reprimidos.
Hoy, el cinismo político y el desinterés en la participación cívica se han convertido en detonantes significativos de la erosión de nuestras instituciones democráticas. Dado que la corrupción y la impunidad persisten y se incrementan, la población se ha vuelto mucho más escéptica, desestimando el poder de sus elecciones en el sufragio nacional.
El pecado original de nuestra democracia: el clientelismo
La realidad es que nuestro sistema educativo es débil en materia de educación cívica, lo que incrementa la desigualdad social. Como resultado del desconocimiento de nuestros deberes y derechos como ciudadanos, la población amplía la brecha que impide el progreso y las oportunidades para construir un futuro mejor. No existe otra forma de expresarlo: el sistema educativo panameño ha prestado poca atención a la formación en valores cívicos, ética pública y participación ciudadana. Claramente, estas brechas sociales limitan la capacidad comunitaria de organización, imposibilitando la construcción de un proyecto común: “E pluribus unum”, de muchos, uno.
La escasa educación cívica y el debilitamiento de la confianza en nuestra propia democracia nos han dejado sumidos en el clientelismo y el paternalismo político. Mi creencia en el libre mercado me lleva a sostener que, para que este sea verdaderamente efectivo, los ciudadanos debemos ser libres de todo yugo político o, al menos, limitar el poder paternalista de un Estado niñera del cual la mayoría de los ciudadanos esperan la resolución de todos sus problemas.
La democracia, como casi todo en el mundo, es medible, ya sea a través del bienestar de sus ciudadanos, de sus libertades o de los resultados electorales. Con pesar observé las campañas políticas de las pasadas elecciones generales de 2024, en las que diputados hacían alarde de propuestas más propias de cargos municipales, como la construcción de potabilizadoras o la mejora en la distribución del agua. Elegir candidatos sin méritos, basados en redes clientelistas o en patrocinios populistas, se ha vuelto nuestro pan de cada cinco años. Para sanar esta herida social es necesario vincular el comportamiento ciudadano con el deterioro de nuestro propio sistema político.
Debemos explorar con mayor detenimiento la importancia de esa “minoría significativa”: el panameño no domesticado, el ciudadano con madurez política, y replicar aquellas virtudes que puedan inspirar al resto de los panameños para reforzar el sentido cívico de la colectividad nacional. Debemos impulsar movimientos cívicos, jóvenes activistas y un liderazgo político competente y eficaz, capaz de promover un debate público coherente y una vigilancia electoral eficiente. Hay esperanza mientras existan quienes voten en contra de la incongruencia política que se sobrepone a las opciones coherentes cada quinquenio electoral, porque la democracia no se sostiene únicamente con números y votos, sino con ciudadanos informados y comprometidos.
El autor es internacionalista.
