En el Panamá democrático de hoy, una frase se repite con frecuencia en los pasillos del poder: “la experiencia mata tiempo”. Lo que parece un elogio a la eficiencia es, en realidad, el reflejo de una práctica profundamente viciada: el reciclaje constante de las mismas figuras políticas en cargos públicos, sin importar su historial judicial, procesos abiertos o incluso condenas en firme.
Tras la invasión de 1989 y la caída del régimen militar, la promesa de una nueva era democrática parecía inminente. El país envió a jóvenes prometedores a formarse en centros de excelencia como el INCAE para estudiar Administración Pública, con la esperanza de construir instituciones modernas, éticas y profesionales. Era el inicio de una transformación que muchos creyeron irreversible.
Pero la historia no cumplió su promesa.
Tres décadas después, los partidos políticos —nutridos hoy por generosos subsidios estatales— siguen reciclando los mismos nombres, los mismos apellidos y las mismas estructuras clientelistas. El subsidio electoral, concebido como una herramienta para fortalecer la democracia, terminó financiando campañas de figuras acusadas de corrupción, en partidos que operan más como empresas familiares que como plataformas ideológicas.
Mientras tanto, aquellos jóvenes formados en el extranjero, muchos con vocación de servicio, fueron marginados por no tener los contactos adecuados o por negarse a participar del juego sucio. En su lugar, quienes sí conocen las mañas del sistema han sido premiados con nuevas oportunidades, bajo el argumento de la “experiencia”.
Pero ¿qué clase de experiencia es esa? ¿La de manejar fondos públicos sin transparencia? ¿La de cooptar instituciones a favor del partido? ¿La de navegar entre investigaciones y escándalos sin que jamás pase nada?
Panamá enfrenta una crisis silenciosa, más peligrosa que cualquier colapso económico: la normalización de la impunidad y el desencanto ciudadano. Cuando la gente percibe que nada cambia, que los mismos regresan una y otra vez al poder sin consecuencias, la democracia pierde sentido.
No es tarde para rectificar, pero se requiere algo más que reformas superficiales. Necesitamos una ciudadanía informada, activa y valiente, capaz de exigir no solo nuevas caras, sino nuevas prácticas. Porque lo que está en juego no es únicamente el futuro del gobierno, sino la dignidad misma del país.
El autor es abogado.

