Panamá es una dictadura, así dice un farsante. Y no se confundan, un farsante es un antiguo comediante, de allí que sus obras, cómicas, se llamen farsa. Con el tiempo y por el uso, el término se convirtió en lo que hoy entendemos por farsa: acción realizada para fingir o aparentar.
Que lo del asilado es pura farsa (poco cómica, eso sí), y que él mismo es un farsante de los buenos, es público y notorio, lo que ocurre es que nadie puede reconocerlo porque se harían cómplices, y prefieren ser ignorantes y caraduras en lugar de llamar a las cosas por su nombre. Cuando alguien llega a decir que en su país hay una dictadura porque el Estado de derecho le condena en varias instancias como corrupto, es que de verdad lo eres: el pecado civil más grande de todos es insinuar, para degradar el sistema, que tu país es una dictadura. Tanta dictadura hay en el país del asilado que ha podido recurrir su causa hasta lo más alto.
Y ojo con la embajada que lo acoge: un insulto a cualquier razón democrática, una patada en el estómago a las más mínimas reglas de inteligencia política: se ha ido con otro «farsante» poco cómico, un personaje siniestro que conviene tener lejos, pero que, seguro, le va a cobrar carísimo el favor: ladrón que cobra al ladrón, se asegura su buen colchón. La sinrazón los cría y ellos se alían para demostrar que la maldad existe.
El peligro de las farsas es que terminan por calar en el imaginario colectivo (recuerden a Valle-Inclán), y si a eso le sumamos el clientelismo y la corrupción, termina la sociedad creyendo al asilado y afirmando que sí que hay dictadura, y la hay, pero no la que él afirma, sino la de la ignorancia y la desidia, y el robó, pero hizo es la filosofía que la vértebra, generando un futuro cada vez más incierto.
El autor es escritor.