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Fatiga, consumo y olvido: una sociedad que dejó de sentir

Hubo un tiempo —y no hace tanto— en que trabajar significaba sostener la vida, no consumirla.

Recuerdo, como muchos, esos momentos simples que parecían eternos: tumbarse en una hamaca a sentir la brisa, escuchar la lluvia caer sobre el techo de zinc, hablar con un vecino sin mirar el reloj ni el teléfono. Eran instantes sin “productividad”, sin métricas, sin la ansiedad de estar siempre corriendo detrás de algo.

Hoy, en cambio, nos encontramos convertidos, casi sin darnos cuenta, en una maquinaria que no se detiene. Los días se nos van en jornadas extenuantes, respondiendo correos que no pueden esperar, cumpliendo exigencias que nunca terminan, tratando de llenar expectativas que no sabemos ni de quién son. Trabajamos para vivir, sí, pero cada vez más vivimos para trabajar.

Y, en medio de todo eso, el consumismo se nos volvió un espejismo brillante. Una promesa vacía. Se nos convenció de que la dignidad se mide por lo que podemos comprar, no por la calidad de la vida que construimos. Nadie niega que el dinero es necesario: comer, vestirnos, cuidar nuestra salud. Pero algo cambió cuando empezamos a confundir bienestar con poseer, cuando dejamos que el deseo de “más” —más cosas, más aparatos, más estatus— nos hiciera olvidar que lo verdaderamente valioso no se compra.

Las casas se llenan de compras impulsivas y las agendas, de responsabilidades ajenas. Mientras tanto, nuestra salud física y emocional se desgasta silenciosamente. La voracidad del consumo nos ha robado el tiempo que antes dedicábamos a escucharnos, a mirarnos de verdad, a sentirnos vivos. Cambiamos conversaciones por pantallas, compañía por algoritmos y pausas por un scroll infinito de contenido vacío.

La pregunta que ronda, que se impone, es esta:¿en qué momento dejamos de lado nuestra propia vida para complacer a un sistema que nunca estará satisfecho?

Tal vez sea hora de recuperar la pausa. De aprender a decir “basta”. De recordar que no somos máquinas, que no nacimos para funcionar sin descanso, que la dignidad no se mide por lo que tenemos, sino por lo que somos.

No se trata de demonizar el trabajo ni el progreso, sino de recordarnos que la vida no está en las metas productivas, sino en los pequeños momentos que todavía podemos rescatar… si decidimos detenernos a vivirlos.

La autora es maestra y escritora.


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