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Federalismo tropical: lecciones que nunca aprendemos

En Panamá, siempre aparece alguien dispuesto a recordarnos que el verdadero problema del país no es la complicidad ciudadana con el clientelismo, sino que el centralismo sofoca a las provincias. ¡Claro! Mientras seguimos el espectáculo de bolsas de arroz y rifas electorales, nuestra preocupación debería ser la distribución geográfica del poder. Montesquieu habría sonreído con ironía: en teoría, la organización política es perfecta; en la práctica, quienes prometen reformas perpetúan el sistema que más les conviene.

A menudo surge aquel que, con aire académico, nos susurra desde su cátedra invisible que la culpa no es del circo, sino del escenario: “Si Panamá fuera federal, todo estaría mejor”. Como si la geografía y la ley pudieran resolver décadas de clientelismo, corrupción y elecciones de cinco en cinco años, donde seguimos aplaudiendo al payaso. Aquí es donde un aforismo se impone: no hay reforma política que prospere sin ciudadanía despierta. Por mucho que dibujemos mapas o cambiemos estructuras, un público pasivo asegura que el circo siga en pie.

La historia panameña está llena de leyes bonitas, reformas y promesas que nunca llegaron al interior, pero el verdadero problema no reside en la estructura, sino en cómo llenamos las urnas con nuestra apatía. Descentralizar sin conciencia ciudadana es como ponerle alas a un burro: sigue en el mismo lugar, solo que más cerca del cielo. Mientras algunos corrigen desde su torre de teoría política, nosotros seguimos celebrando rifas, subsidios y discursos huecos.

Eduardo Galeano decía que “la justicia es como las serpientes: solo muerde a los descalzos”. En Panamá, esa sentencia se cumple a rajatabla: quien participa sin estrategia recibe migajas, quien aplaude obtiene privilegios temporales, y quien confía en promesas burocráticas termina agotado. La diferencia con la Revolución Francesa no es menor: mientras en 1789 se tomaban guillotinas y antorchas, aquí tomamos papeletas y migajas, felices de haber “participado” en la función.

El problema no es la teoría política que nos enseñan los libros, sino cómo la practicamos. Podemos discutir federalismo, unitarismo o confederalismo, pero si la ciudadanía no exige transparencia, responsabilidad y ética, el cambio nunca llegará. En otras palabras, la estructura importa, pero el actor principal es el pueblo. Y ese actor ha demostrado, por más de un siglo, que disfruta del aplauso al payaso.

La ironía no termina ahí. Mientras la torre de académicos nos advierte sobre la concentración de poder, en la calle seguimos reproduciendo patrones de complacencia. Los partidos, que podrían ser plataformas de transformación, se convierten en teatros de clientelismo: promesas temporales, favores puntuales y nombres que cambian, pero el guion sigue idéntico. Aplaudimos cada cinco años y luego nos quejamos de la función.

Esta cátedra tropical tiene una enseñanza clara: no importa cuántos comités, mapas o leyes existan si la ciudadanía no ejerce su responsabilidad. El cambio político no es un tema de geografía, sino de conciencia cívica. La verdadera revolución comienza cuando dejamos de ser espectadores y nos convertimos en críticos activos; cuando cuestionamos el menú político; cuando exigimos que las reglas del juego sean justas para todos, no solo para quienes ocupan el escenario.

La metáfora del circo es perfecta: un público que aplaude al payaso garantiza que el espectáculo continúe. Y mientras nos sigamos dejando entretener por rifas y subsidios, las discusiones sobre federalismo o centralismo serán solo adornos académicos.

Reflexión final: Panamá no necesita más mapas ni debates teóricos; necesita ciudadanos que dejen de aplaudir. La apatía es la mejor aliada del clientelismo. Cada aplauso al circo político es un voto de complicidad. La revolución no empieza con guillotinas ni antorchas, sino cuando el público deja de ser espectador y se convierte en actor.

Solución propuesta: Despierta, observa y exige. Antes de elegir, cuestiona promesas, analiza antecedentes y demanda transparencia. Participa constantemente, no solo cada cinco años. Solo así podremos transformar el circo en un verdadero escenario democrático, donde los aplausos sean para la justicia, no para los payasos. Porque mientras aplaudamos al espectáculo, seguiremos viviendo en el mismo circo: los mismos actores, los mismos trucos y los mismos aplausos cómplices.

La autora es profesora de filosofía.


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