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Fobia al orden e institucionalidad

Nuestro país, como parece ser costumbre, se encuentra sumido en un ambiente de incertidumbre e intranquilidad. La sospechosa regularidad con la que nuestro país carece de sosiego me lleva a reflexionar si es que el verdadero problema radica en una fobia subconsciente al orden y la institucionalidad.

Sin ánimos de ser fatalista o querer abrigarme en la desesperanza, me permitiré cuestionar: ¿realmente queremos un país con un Estado de derecho robusto? ¿queremos seguir las reglas? ¿nos gustaría que fuesen enérgicamente repudiados los tratos preferenciales, el amiguismo y los conflictos de intereses?

Por ejemplo, gran parte de la población dice estar a favor de un Estado que garantice la certeza del castigo, que se sancione a quienes actúan de forma contraria a la ley, con independencia de quién es o cuánto dinero tiene. De ese mismo modo, es común escuchar personas quejándose de lo “extremadamente garantista” que es el sistema penal acusatorio, que, según ellos, falla en reprimir eficazmente a los delincuentes, eximiéndoles inclusive, penas de prisión. Sin embargo, vemos que, tan pronto tienen la oportunidad, un respetable porcentaje de la población le da su voto “de confianza” a personas que han sido condenadas por la justicia ordinaria, por cometer delitos comunes y aplauden intentos repudiables de algunos otros para evadir la justicia, utilizando cuanto recurso encuentren a su disposición para intentar sorprender al sistema judicial y así, dilatar lo inevitable.

De igual forma, con regularidad escuchamos sobre la importancia del respeto al texto constitucional, con sus respectivas interpretaciones efectuadas por la Corte Suprema de Justicia; sin embargo, no nos incomoda escuchar planes “futuros e inciertos” de brindar “indultos presidenciales” a delincuentes que han cometido delitos comunes. Y digo lo anterior, puesto que la desinformación es una de las armas de destrucción masiva de nuestra democracia y ha traído confusión sobre un tema que, en breves líneas me permito desarrollar.

Los indultos presidenciales son una facultad del presidente de la República, para dar “perdón” o “gracia” a personas que han sido condenados por delitos políticos. Entiéndase por delitos políticos, aquellos que tienen una naturaleza jurídica especial, con elementos objetivos que reflejan motivaciones eminentemente políticas, tendentes a atacar o afectar al organismo político-jurídico del Estado, de modo directo y específico. Un ejemplo de estos delitos son la rebelión, la sedición o la insurrección armada. Es decir, para que el presidente pueda hacer uso de esa facultad, al margen de si estamos de acuerdo o no con la misma, la persona tuvo que haber sido condenada por delitos políticos no, como intentan confundir, delitos comunes como el lavado de dinero, la conspiración e inclusive, corrupción.

En ese sentido, nuestra falta de extrañeza con actitudes que son notoriamente ilegales ha causado en nosotros un sentir de comodidad con el estatus quo, donde importantes sectores de la población han aprendido e inclusive favorecido un escenario donde el amiguismo y las influencias forman parte de los requisitos básicos para “subsistir”. Y si, por razones científicas y de nuestra composición cerebral siempre será más sencillo y viable pretender que “el problema” es de otro. Que somos víctimas de los azares del destino y que no entendemos el por qué nuestro país ha tenido una administración pública que, a lo poco, puede ser considerada deficiente.

Sin embargo, al encontrarnos en un punto como país, donde las opciones no parecen tener un punto medio entre la salvación o la perdición, dependemos únicamente de nuestra propia capacidad de progresar como sociedad, individualmente y con honestidad, superando nuestro temor al orden y la institucionalidad para salvar nuestro país del narcotráfico, la corrupción y la delincuencia.

La autora es miembro de la Fundación Libertad.


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