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¡Gracias, Santo Tomás!

Hace poco compartía en la terraza de mi casa con primos y amigos distintos temas del acontecer nacional. Entre tragos y ricas viandas para pasar el acostumbrado sábado, di a conocer mi punto de vista sobre lo que considero un pésimo momento para la construcción del tren Panamá-David que pretende realizar el gobierno. Aunque algunos estaban a favor y otros, como yo, en contra, mi argumento se basaba en las actuales necesidades del país en materia de educación, agua y, sobre todo, salud. Lejos estaba de imaginar que días después padecería una pancreatitis aguda e inflamación de la vesícula, lo que me llevó a buscar atención médica inmediata, pues según las recomendaciones de los galenos que atendieron los primeros dolores, el caso era de urgencia.

Inicialmente acudí a hospitales privados, dada la urgencia, pero los altos costos de la cirugía y la carencia de un seguro privado de salud —que siempre recomiendo, especialmente al entrar en edad— me obligaron a buscar otras alternativas.

Con los minutos pasando y mi salud en franco deterioro, consulté a un médico cirujano que me atendió hace algunos años por otro padecimiento. Excelente persona en quien confiaba, me dijo sin titubear: “Reynaldo, tienes que ir de urgencia al Santo Tomás porque esto hay que verlo antes de que se complique”. Confieso que, aunque ese hospital no estaba en mis planes, las opciones eran pocas y tuve que tomar la decisión. Así lo hice.

El Hospital Santo Tomás, también conocido como “El Elefante Blanco”, está clasificado como hospital de tercer nivel de atención y pertenece a nuestro sistema público de salud. Su financiamiento proviene del Estado panameño y de la autogestión.

No cabe duda de que este hospital ha quedado pequeño frente a las enormes demandas que enfrenta cada día. La gran cantidad de personas que acuden a urgencias es considerable: ciudadanos de todos los estratos sociales buscan atención médica allí ante la carencia de otras opciones. No todos tienen seguro social y mucho menos pueden costear un hospital privado. En mis 15 días de hospitalización conocí un verdadero crisol de razas: colombianos, indostanes, estadounidenses, gente de las montañas, gunas, personas trans y hasta presos trasladados desde cárceles del país. A nadie se le niega atención; todos son tratados por igual.

Más allá de las largas filas para ser admitido en urgencias o conseguir una cama en sala, lo más importante es reconocer el profesionalismo y la buena atención que brinda el personal del hospital. Ellos luchan diariamente contra las limitaciones del sistema. El cuarto de urgencias no se da abasto; el hacinamiento es real, pero no es culpa del hospital, sino del alto volumen de pacientes y de la falta de visión de los gobiernos para dar soluciones. Trabajan con lo que tienen y lo hacen de manera admirable.

La atención en la sala de cirugía donde permanecí fue de primera. Médicos, enfermeras, técnicos, internos, estudiantes en práctica y hasta el personal de cocina trabajan de manera coordinada, profesional y con un grado de empatía hacia los pacientes que no siempre se encuentra en otros hospitales. Fueron 15 días difíciles, pero el personal y el ambiente hicieron mi estadía más llevadera.

Sin embargo, este hospital necesita ayuda. Algún día cualquiera de nosotros podría requerir sus servicios. Por eso apelo a la comunidad y al gobierno para que se le brinde apoyo, no solo económico, sino también a través de otros mecanismos. Los pacientes con deudas pendientes deberían cancelarlas: es un servicio recibido que debe pagarse. Si todos cumplieran, el hospital tendría más recursos. El gobierno, por su parte, debe destinar fondos suficientes para aliviar el hacinamiento y la escasez de insumos. No es hora de pensar en trenes cuando la salud del país está en juego.

Estoy convencido de que debe existir una ley que obligue al presidente, ministros y diputados a recibir atención médica exclusivamente en hospitales públicos —ya sea en el Seguro Social, policlínicas o centros de salud—. Solo así sabrían lo que vivimos a diario los panameños: ese calvario llamado Seguro Social y hospitales como el Nicolás Solano, entre otros.

Mientras tanto, ahí sigue el Elefante Blanco, brindando atención a cada paciente en la medida de sus posibilidades. Lo hace con sus limitaciones, pero con un personal excepcional que merece todo nuestro apoyo.

Hoy, ya en casa y en recuperación, lo digo con sinceridad y agradecimiento: ¡Gracias, Santo Tomás!

El autor es publicita.


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