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¿Hasta cuándo?

El origen de esta frase en latín (¿Quousque tandem?) se remonta a la antigua Roma y se le atribuye al extraordinario orador Marco Tulio Cicerón, quien la utilizó en el Senado romano para referirse a Lucio Sergio Catilina, clamando su indignación por los abusos y arbitrariedades cometidos reiteradamente, no solo en el manejo e interpretación de las leyes a su antojo y mala fe, sino además por su empobrecida dialéctica, más propia de un matón del gueto que de un senador romano.

En todos los pueblos civilizados del mundo, el debate parlamentario es un ejercicio dialéctico supremo y eficaz, que se construye sobre la base de confrontar ideas y a través del cual se aspira a esclarecer un tema en discusión, convencer a alguien o demostrar una verdad. En todo caso, el debate implica el ejercicio de lo más preciado del ser humano: la inteligencia. Frente a la fuerza bruta del mundo animal, la sociedad civilizada encuentra en la palabra y en la argumentación sosegada —que solo poseen los seres racionales— la forma de exponer y resolver sus discrepancias.

No obstante, en nuestro país, aquello parece haber quedado reducido al irrespeto absoluto por el adversario. Vergüenza es lo mínimo que producen las imágenes vistas recientemente en televisión, lamentablemente apoyadas por unos y convertidas en chiste por otros, protagonizadas por alguien que aún conserva la osadía de autodenominarse “Honorable padre de la patria” y que decidió reemplazar la contundencia de la palabra por la fuerza efímera y soez de los golpes.

Ciertamente, cuando la mediocridad, el complejo de inferioridad, el miedo o el sentimiento de culpa se entremezclan con el odio y la maldad en un ser humano, solo podemos esperar que de su boca salgan sandeces e improperios; como en los remotos tiempos del Catilina romano.

Me queda claro que no todos nacen con la virtud y el talento para convertirse en buenos oradores, pero pretender convertir en estilo la vulgaridad y la pobreza del lenguaje, con el pretexto de que ello los “identifica con su barrio”, es una excusa barata desde todo punto de vista. Recordemos que el gran orador griego Demóstenes era tartamudo, pero luchó contra esa inconveniencia y, gracias a su tenacidad y perseverancia, llegó a ser uno de los más grandes oradores, no solamente de Grecia, sino del mundo.

La historia está llena de grandes ejemplos, desde la Grecia clásica hasta los tiempos modernos, que deberían servirnos de inspiración, en lugar de conformarnos con la miseria legislativa que algunos diputados panameños ofrecen, paseándose orondos en el recinto parlamentario y financiados con nuestros impuestos.

Para tal fin, podemos referirnos a algunos ejemplos de nuestra historia parroquial panameña, de la que, por fortuna, existen abundantes testimonios. Pablo Arosemena, a quien apodaron “Pico de oro”, tenía una voz estentórea muy bien timbrada. Sus mejores discursos han quedado escritos y están disponibles en la Biblioteca Nacional.

De las primeras décadas de la República, uno de los mejores oradores fue Ramón Maximiliano Valdés, a quien comparaban en su oratoria clásica con Pablo Arosemena. Otros grandes oradores de su tiempo fueron Octavio Méndez Pereira, Manuel Celestino González y José Isaac Fábrega.

De mi época estudiantil en la Universidad de Panamá, recuerdo de manera especial la figura del Dr. Carlos Iván Zúñiga, a quien tuve el privilegio de conocer y ser su amigo. Además de su incuestionable incorruptibilidad, Zúñiga es recordado por su dicción esmerada, el buen manejo del idioma, la capacidad de improvisación y la determinación de transmitir atinados mensajes, así como por su chispa y agudeza profesional, su asombrosa memoria, sus conocimientos históricos, su capacidad de raciocinio y el recurso de la ironía, sin recurrir jamás al insulto o al ataque personal.

En las polémicas en que participó como diputado en la Asamblea, el Dr. Zúñiga defendía su posición con una argumentación y energía deslumbrantes que derrotaban al contrincante. La fuerza de Zúñiga se fundaba en la solidez de sus convicciones democráticas y de justicia social, en su honradez política a toda prueba, en su coraje y valentía, y en su talento sobresaliente. Con la fuerza y contundencia de la palabra, es entendible entonces que, a diferencia del Catilina nuestro, la violencia y los golpes como argumento sobren.

El autor es escritor y pintor.


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