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Herederos del sumo pontífice

El papa Francisco fue el sumo pontífice. Y no me refiero a su título formal, con mayúsculas, como Obispo de Roma, un vestigio de la época del imperio, sino al significado del término en latín: el máximo constructor de puentes. Su vida y su papado (al menos desde la perspectiva de alguien no católico) se caracterizaron por su habilidad para crear vínculos, establecer conexiones y superar barreras. Diría que ese fue su superpoder.

Esa fue la impresión que me causó cuando lo conocí en septiembre de 2014. En aquella ocasión, cuando recibió en su casa en Santa Marta a una delegación del Congreso Judío Latinoamericano, pude experimentar en carne propia las notables cualidades que se le atribuían: su calidez, su humildad y su carisma.

Y esa misma percepción quedó reconfirmada una y otra vez a lo largo de su papado. Esa capacidad de conectarse, de mostrar empatía, esa sensibilidad para ver en cada persona a un hermano, generó las bases para salir al encuentro del otro y reconocerlo en su humanidad.

Francisco fue un paladín del diálogo y la cooperación entre las tradiciones religiosas en general y con el judaísmo en particular. Su propia historia de vida da testimonio de ello, tal como él mismo lo relataba, comenzando con sus experiencias de su juventud en las esquinas del barrio de Flores, en su Buenos Aires natal, donde los hijos de inmigrantes de distintas geografías, culturas y religiones forjaban amistades significativas. Ese mismo espíritu lo acompañó en su desarrollo pastoral y aún más decididamente siendo papa.

Su liderazgo espiritual trascendió fronteras. Con la encíclica Laudato si’ (2015) nos convocó a todos a asumir la responsabilidad de cuidar la casa común a partir de una ecología integral que promueva una interacción armónica entre la naturaleza y la sociedad. En Fratelli tutti (2020) nos desafió a construir una cultura de diálogo y de paz basada en la hermandad universal. El último capítulo de esta encíclica está destinado al diálogo interreligioso, destacando la misión común de las religiones, la fraternidad y la paz.

Desde el Concilio Vaticano II, que cambió radical y positivamente las relaciones de la Iglesia católica con las demás tradiciones religiosas (y en especial con el judaísmo), cada papa hizo su aporte particular para avanzar en el camino del diálogo interreligioso. Con su estilo personal, tan auténtico y valiente, Francisco dio pasos gigantes en este proceso, con palabras y, fundamentalmente, con acciones que expresaron sus convicciones más íntimas.

Si aspiramos a ser merecedores de su legado, debemos seguir trabajando en esa misma dirección para construir un diálogo profundo y sincero, cada uno desde su propia identidad, creyentes y no creyentes, y con la misma humildad del papa Francisco, asumir el compromiso de fortalecer los lazos de camaradería que nos unen, colocando al ser humano y su dignidad en el eje central de nuestra conversación.

Seamos herederos del papa Francisco, el Sumo Pontífice que se convirtió en el sumo pontífice. Salgamos a construir puentes. Puentes de encuentro que derriben las barreras y los prejuicios, puentes de amistad que nos permitan ver en el otro ser humano a un hermano, y puentes de esperanza que nos permitan soñar y edificar un futuro mejor para todos.

Honremos su memoria.

El autor es rabino.


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