¿Cómo definir a un héroe? Según la Real Academia Española, es aquella persona que realiza una acción admirable o una tarea abnegada en beneficio de una causa noble. Así fuimos considerados los médicos y el personal de salud en tiempos pasados y, más recientemente, durante la pandemia que oscureció y frenó nuestras vidas en 2020.
En aquel momento sombrío de la historia, mientras la mayoría de la población permanecía confinada en sus hogares, nosotros salíamos a enfrentar lo desconocido. Cuando nadie sabía qué hacer, cómo respirar, cómo tratar o cómo brindar un cuidado adecuado a quienes llegaban a los hospitales como última esperanza, allí estábamos, con tantas o más preguntas que nuestros pacientes frente a aquella terrible enfermedad.
Era la época en la que nos aplaudían desde los balcones, en la que la sociedad nos respaldaba y confiaba en nosotros. Todo lo que hacíamos estaba bien: éramos los héroes de blanco que arriesgábamos nuestras vidas, que dejábamos a nuestras familias para atender a quienes lo necesitaban. Nunca claudicamos; al contrario, luchamos con las mismas carencias que ahora existen —y hasta peores, debido a circunstancias de índole política— para que los pacientes más graves tuvieran acceso a los mejores recursos y para que la anhelada vacuna llegara a quienes realmente la requerían, antes que a los privilegiados por conexiones políticas. Ésos éramos nosotros.
Hoy, sin embargo, la realidad es distinta. La presión mediática y el desgaste del sistema han transformado a aquellos héroes en villanos: ahora somos señalados como irresponsables, inhumanos y carentes de vocación. Pero surge una pregunta fundamental: ¿cómo se puede brindar una atención de calidad en un sistema que no ofrece las herramientas básicas —insumos, medicamentos, infraestructura y tecnología— para trabajar dignamente? Un sistema en el que se labora con las uñas, en condiciones precarias, con interminables jornadas y sin el personal suficiente para cubrir las necesidades de una población que reclama un derecho constitucional negado por años. ¿Cómo trabajar en un sistema donde quienes nos regentan no tienen la preparación adecuada y son escogidos por amiguismos políticos y no por mérito o formación académica? Esto no hace más que aumentar el desgreño en nuestro ya golpeado sistema de salud pública, carente de políticas de Estado a largo plazo y de una planificación que considere el crecimiento poblacional y las enfermedades. Nuestro sistema se centra en la curación, no en la prevención.
¿Dónde está ese mismo pueblo que nos aplaudía cuando hemos alzado la voz para exigir soluciones, insumos y mejores condiciones? Luchar solos es difícil; más aún, presentarse cada día al hospital con una sonrisa, sabiendo que no se pueden ofrecer los estándares de atención que soñamos al vestirnos de blanco y al jurar el compromiso hipocrático o la declaración de Ginebra de salvar vidas. En un entorno marcado por carencias, la ilusión se desvanece y la esperanza muere.
Si en Panamá existiera un sistema de salud pública digno, la necesidad de acudir a la medicina privada sería mínima. Todo aquello que el pueblo busca en el sector privado —celeridad, calidad, el “sí hay”, disponibilidad, comodidad— debería estar garantizado en el sistema público.
Como sociedad protestamos por muchas causas: por la minería, por la justicia, por la cero corrupción. Pero ¿cuántas veces hemos salido masivamente a exigir la calidad en la salud pública que nos merecemos como panameños?
Ojalá que esta caída del pedestal en el que alguna vez estuvimos sea un llamado de alerta para los gobernantes. Que impulse la transformación del sistema de salud en beneficio del pueblo. Y si para lograrlo debemos ser nosotros quienes carguemos con el sacrificio, que así sea. Porque, aunque hoy nos juzguen y señalen, no debemos olvidar que alguna vez… fuimos héroes.
El autor es médico cirujano.

