Durante un acto oficial, el presidente de la República dio la palabra al contralor general para responder una inquietud periodística sobre un eventual “negociado” vinculado al etanol. El gesto, aunque comprensible, deja abiertas preguntas institucionales que no deberían pasarse por alto.
El contralor no solo es el jefe del órgano fiscalizador del Estado; también es un industrial del sector azucarero. Al intervenir, entró en detalles sobre el etanol, la producción de alimentos y la conveniencia de debatir el tema en foros públicos.
Sin embargo, esa explicación no despejó la inquietud central: si existe o no un conflicto de interés y bajo qué criterios se están tomando decisiones desde el Estado. En un tema de política energética y productiva, quienes debieron liderar la explicación eran las autoridades competentes, como el secretario de Energía o el ministro de Comercio e Industrias, este último presente en el acto.
La institucionalidad exige algo básico: claridad de roles. El contralor debe dejar explícito cuándo habla como empresario y cuándo como funcionario. Más aún cuando opina sobre políticas públicas que no le competen y en las que tiene intereses directos.

