La contaminación en Azuero no es un accidente reciente, es el resultado de décadas de negligencia estatal y de una permisividad que hoy cobra su precio más alto: bebés naciendo con metales pesados y pesticidas en su sangre. El hallazgo del Instituto de Ciencias Médicas de Azuero confirma lo que por años se sospechó: la exposición a químicos agrícolas —entre ellos el DDT, prohibido hace más de 50 años— ha dejado una huella tóxica persistente en suelos, agua y ahora, en la salud genética de recién nacidos.
Este no es solo un problema sanitario; es un dilema ético. Permitir que generaciones enteras hereden un ambiente envenenado equivale a traicionar nuestro deber más básico: proteger la vida, especialmente la de quienes aún no pueden defenderse. Ignorar esta crisis o tratarla como “una más” —emergencia en Cerro Patacón, en Bocas del Toro y otras— sería condenar a niños que ni siquiera han nacido a cargar con una enfermedad impuesta por nuestra indiferencia.
La respuesta debe basarse en principios éticos, evidencia científica y responsabilidad intergeneracional, no en cálculos políticos ni en la improvisación que tanto daño ha hecho al país.
